Hace unos siete años, un grupo de empresarios y directivos barceloneses, todos ellos con unas edades que rodeaban la cuarentena, iniciaron un ciclo de encuentros y desayunos cuyo objeto era poner sus preocupaciones individuales al servicio del colectivo y del país. Allí nació Femcat, una fundación privada que intenta desarrollar actividades e introducir reflexiones en Catalunya sobre el futuro del territorio y sus gentes.
Con un objetivo loable, ese grupo de ejecutivos financiaron a escote (de unos 3.000 euros anuales) el nacimiento de la fundación. Muchos de ellos tienen en común pertenecer a sagas industriales o empresariales del país y constituir la segunda generación de una empresa familiar. Nombres como Boixareu, Sumarroca, Esteve, Mateu, Martí, Bagó, Miarnau, Font, Pujol… forman parte del patronato y de sus órganos de gobierno. Son los hijos de una burguesía que prosperó con el franquismo, se apuntó a la democracia y que siempre mostró una cierta inquietud, más cultural o económica que política.
Sin embargo, los hijos de aquellos industriales y empresarios, sí que tienen una cierta vocación de influencia en la vida pública. Con el pretexto económico, la política se ha hecho presente en cada una de sus actuaciones, siempre de soslayo, siempre sin carnet. Es el secreto: intervenir sobre la cosa pública, pero alejados del juego de partidos, desde los grupos de presión e influencia, donde la comodidad es mayor y la exposición al control y fiscalización democrática, menor.
Femcat ha levantado varios estandartes en su corta historia. Uno de ellos es el de la formación, otro el de la innovación y un tercero el de las infraestructuras. De ahí que haya pilotado varias misiones empresariales a algunos de los países que sus patronos consideran modélicos (el líquido que debería beber Catalunya para digerir su futuro) en el ámbito de las universidades, la investigación y la organización de infraestructuras. Hong Kong, Finlandia (¡oh, el sueño finlandés de algunos catalanes!), Estados Unidos e, incluso, Israel y su espíritu de emprender han sido objeto de análisis y divulgación por parte de los patronos.
Pero lo que puso en el mapa empresarial a Femcat fue su activismo en aquel acto del IESE en el que la sociedad civil barcelonesa hizo su particular aquelarre sobre el aeropuerto de El Prat y comenzó a criminalizar a Iberia por su presunto abandono de la capital catalana como nudo de su tráfico aéreo futuro. Desde un discreto pero activo segundo plano, Femcat impulsó una rebelión que acabó con la compra de Spanair y en un sonado fracaso que ha costado, a cada uno de los que apostaron por Volcat, un millón de euros. A cada uno, eso sí, con condiciones diferentes y especiales, porque el Institut Català de Finances (ICF) les concedió los créditos con parámetros particulares y vinculados a las garantías personales que aportaron.
Cuando alguien está dispuesto a palmar un millón de euros por su país merece un respeto, aunque se haya equivocado. Por tanto, cuando Femcat intenta poner en valor su fracaso con Spanair la administración catalana (tan próxima a sus postulados) no puede, ni se atreve (son coetáneos de Mas y su equipo) a dejarlos de lado. Y eso supone más oxígeno para su causa. Veamos.
Sumarroca, actual presidente, quiere (y permítanme el símil aeronáutico) más pista de vuelo: por ejemplo, formar parte del GTI-4, el grupo de trabajo de infraestructuras que componen la Cambra de Comerç, el RACC, Foment del Treball y el Cercle d’Economia. Así lo ha solicitado a alguno de los integrantes, aunque sin mucho éxito de momento. Si se abre el melón de quién y cómo representa a la sociedad civil nos adentramos por una peligrosa senda, vienen a decir las cuatro instituciones que tienen la representatividad en el asunto de las infraestructuras. ¿Por qué Femcat y no Pimec? ¿O Cecot? ¿Por qué no el Barça? Incluso, ¿por qué no la Abadia de Montserrat?
Llegan en mal momento y con la imagen erosionada por el fracaso de Spanair. Si han sido incapaces de lograr un futuro venturoso para la aerolínea, ¿qué altura de miras, qué visión estratégica especial se les debe suponer para guiar cuáles han de ser las grandes infraestructuras del país? Esa es la pregunta que se hacen aquellos que, con más experiencia y retranca, se miran el asunto desde su perspectiva histórica. En consecuencia, Femcat no será bienvenida en el GTI-4 y en casi ninguna otra institución o entidad barcelonesa tradicional.
La pregunta inferida es obvia: ¿Acaso Femcat constituye una afrenta permanente al status quo empresarial barcelonés más tradicional? Las respuestas que he obtenido a este interrogante son variadas, negativas, pero coincidentes: primero, es necesario que demuestren su capacidad en sus empresas; segundo, que pongan encima de la mesa que pueden gestionar adecuadamente proyectos colectivos después del fracaso de Spanair; y tercero, y más definitivo, que acaben de hacer su travesía del desierto, que amorticen sus créditos del ICF y luego, más sosegadamente, ya se hablará.
Sí, ya sé que es cruel la sociedad civil catalana, más aún cuando actúa con discreción y bajo anonimato, pero créanme, es lo que hay. Todo lo demás, fuegos de artificio. Incluso aunque lleven el apellido Cat en su nombre de pila.