La transición no debería ser la excepción
Es la excepción que confirma la regla. Cuántas reflexiones acaban con esa frase. Siempre hay casos aislados que podrían llevar a afirmar que una teoría general es equívoca y que no sirve para explicar un determinado fenómeno. En la vida política española se podría llegar a la conclusión de que, tras dos elecciones generales que no han servido todavía para formar un Gobierno, lo que se vivió en la transición fue un espejismo, una excepción que confirma, precisamente, que España se puede plasmar en aquel cuadro de Goya, Duelo a garrotazos.
La transición ofreció a los españoles una gran esperanza, y cundió la idea, en los años posteriores, que Goya había interpretado a la perfección la historia de España, pero que, afortunadamente, había quedado atrás, y, tal vez, para siempre.
Sin embargo, la experiencia posterior ha decepcionado a los más optimistas. Aunque Podemos comenzó a ganar apoyos con la denuncia de que el país se había repartido entre dos partidos, y que el bipartidismo, el PP y el PSOE, lo había invadido todo, en una suerte de gran reparto, la realidad ha sido distinta. Es cierto que los dos partidos han abusado de su poder, y que se han repartido parcelas de influencia en las instituciones, pero nunca han colaborado de forma estrecha para superar lo que quedó pendiente de aquella transición.
Los dos partidos se reconocen como alternativa en el Gobierno. La situación ha variado, con la irrupción de Podemos y Ciudadanos, pero tanto el PP como el PSOE consideran que no pueden colaborar, porque uno de los dos acabará gobernando y el otro ejerciendo el papel de líder de la oposición. Ninguno de los dos entiende que lo que posibilitó la transición se podría repetir de nuevo. Ninguno considera que la transición debería ser la regla y no la excepción, porque España precisa todavía de grandes reformas para ser, de verdad, un país avanzado y que se pueda codear con los grandes estados en dos cuestiones fundamentales: la calidad democrática de sus instituciones, y el valor que genera su economía.
Y ninguno de los dos ha entendido que los electores, los españoles que votan, no son, precisamente, los mismos que los que militan y forman los cuadros de los partidos. Y esa distinción es fundamental.
Ahora habrá que esperar a las elecciones vascas y gallegas del próximo domingo. Pero, después, tanto el PP como el PSOE –Mariano Rajoy, o el PP sin él; Pedro Sánchez, o el PSOE sin él– deberían realizar un esfuerzo para no forzar unas terceras elecciones, que dejarían a España en un lugar comprometido. Con todo lo que queda pendiente, parece imposible que se pueda pensar en una necesaria reforma de la Constitución cuando no son capaces de investir a un presidente del Gobierno.
Lo que hizo España en la transición es, tal vez, de lo mejor que ha realizado nunca en su historia. Pero tampoco se trató de una gran gesta. Era necesario poner en pie un sistema democrático, y todos cedieron, aunque es verdad que no fue una ruptura, sino una reforma que acabó, eso sí, transformando el país en pocos años. Ahora sería el momento, cuando se ha comprobado que aquella transición tuvo sus límites y que se han agotado sus frutos, para aunar esfuerzos, para contar de nuevo con los nacionalistas catalanes –lo están deseando, aunque lo disimulen—y vascos, y también para contar con las nuevas generaciones y buscar un nuevo contrato social en España. Porque la transición no debería ser ninguna excepción ya en la historia de España. Debemos suponer que se aprendieron importantes lecciones en aquel momento.