La situación del derecho al aborto en Estados Unidos
El elemento central del derecho anglosajón es que lo que la política da, la política lo quita
Es difícil percibir en su justa medida desde Europa el alcance real del seísmo político que está sacudiendo Estados Unidos a propósito del pronunciamiento del Tribunal Supremo estadounidense sobre el aborto, por la falaz tentación natural de establecer analogías implícitas en materia constitucional entre los sistemas norteamericano y europeo. En términos muy toscos, podríamos reducir la brecha entre ambos sistemas legales, señalando que mientras que los sistemas de derecho positivo codificados de Europa tienden a justificar que la ley es un fin en sí mismo, el elemento central del derecho anglosajón es que lo que la política da, la política lo quita.
En el caso concreto de la legislación sobre el derecho constitucional al aborto, esto se traduce, a tenor de lo que conocemos por filtraciones, en que, en Estados Unidos, el futuro de la libertad reproductiva de la mujer dependerá de los votantes. Estamos, pues, ante una cuestión de jerarquía de derechos, en la que lo que se dilucida es el peso relativo de los derechos fundamentales, los derechos legales, y los derechos constitucionales. A fin de centrar el análisis, partiremos de la premisa de que entender todo derecho es la capacidad incondicionada de decidir ejercer una opción en una situación determinada. Esto significa que dicha capacidad no puede ser detraída por nadie, porque en tal caso nos estaríamos refiriendo a un privilegio, mientras que si el ejercicio de una opción dada está sujeto a consentimiento, esteraríamos hablando no de un derecho, sino de una autorización.
En el asunto del aborto en Estado Unidos, lo que está en tela de juicio es la persistencia constitucional de la jurisprudencia, esto es, la reversibilidad de un dictamen jurídico de hace cincuenta años, del que se ha derivado un derecho constitucional de facto ahora cuestionado por la más alta magistratura norteamericana. Dicho dictamen ni tan siquiera trataba la cuestión del aborto en sí, sino la inconstitucionalidad de que existan mermas legales al derecho a la vida privada de los ciudadanos, algo que no está recogido expresamente en la constitución estadounidense.
Esto da pie al magistrado Samuel Alito, ponente del dictamen en ciernes, a sostener que el derecho al aborto es en realidad un derecho legal con base a lo que disponga la legislación propia de cada estado, por lo que carece de rango constitucional, y su promulgación depende, por consiguiente, del sentido del voto de los electores de uno u otro estado.
Esta precariedad jurídica, debida a que el derecho constitucional al aborto no tiene como base una disposición expresa en la propia constitución, sino una jurisprudencia relativamente reciente, podría quedar resuelta indeleblemente mediante una enmienda constitucional, que consagrase el carácter fundamental del derecho al aborto, según defienden sus partidarios.
Esto, que es un proceso factible en las constituciones europeas, es una tarea prácticamente inviable en el sui generis sistema estadounidense nacido en 1786. En el núcleo de esta dificultad se halla la desconfianza intrínseca de los padres fundadores en la voluntad popular, plasmada en el establecimiento del sistema de Colegio Electoral, un filtro diseñado para que los votantes no eligiesen directamente al presidente, sino a los electores del colegio electoral preferidos por uno u otro candidato a la Casa Blanca. El objetivo de los autores de la constitución americana era crear una república, antes que una democracia radical, hasta el punto de que en lugar de estipular el derecho al voto, enumeró razones concretas por las que no se podía denegar el sufragio activo. Aún hoy día, veintiuno de los cincuenta estados norteamericanos impiden votar a convictos en prisión, incluso aquellos en libertad condicional.
Estas idiosincrasias son naturalmente fruto de su tiempo; toda constitución es el reflejo normativo del particular conjunto de convenciones económicas, sociales y culturales propias de un determinado contexto histórico. Thomas Jefferson era tan consciente de ello, que llegó a proponer que cada generación de estadounidenses redactase su propia constitución para adecuarla a las particularidades de su época. Empero, y presumiblemente por la influencia narrativa del piadoso mito fundacional, la constitución americana recibe una veneración propia de los libros sagrados, por lo que resulta muy difícil hacer los cambios necesarios para adaptarla a una realidad profundamente diferente de la del siglo XVIII.
En contraste, el alto precio pagado por los países europeos en las guerras mundiales, les empujó a la adopción generalizada de un modelo de parlamentarismo constitucional que brinda marcos institucionales más ágiles que el americano, el cual, para poder seguir el ritmo de los tiempos, ha terminado por conceder un desmedido poder jurisprudencial y de interpretación creativa a los jueces del Tribunal Supremo, quienes, como si de una curia vaticana se tratase, son nombrados con discrecionalidad y carácter vitalicio por el jefe del Estado.
De este modo, el diseño de la propia constitución americana convierte la capacidad de legislar de la Cámara de Representantes en una tarea titánica, que no solo debe sortear la mayoría de un Senado no representativo, sino la espada de Damocles del veto presidencial, que solo puede superarse si 2/3 de cada una de las cámaras votan su anulación.
Aún entonces, un proyecto de ley puede acabar siendo derogado por el Tribunal Supremo, haciendo una lectura originalista del Artículo I de su constitución, después de estar unos años en el limbo, lo que tiene el efecto perverso de incentivar el cesarismo del gobierno por decreto para eludir el inmovilismo: en Estado Unidos, los plazos de los cambios legislativos de alcance federal son impredecibles, porque como ocurría antaño con Europa, al alcanzar la mayoría de edad, Estados Unidos se convirtió en rehén de su propia historia y tradiciones, dando lugar a situaciones disfuncionales como el cierre cíclico de administraciones públicas por falta de acuerdo presupuestario: ni el legislativo ni el ejecutivo pueden abusar de su poder gobernando unilateralmente, pero la constitución les garantiza una desmedida capacidad para bloquearse mutuamente.
A la postre, como se está viendo con el caso del aborto y otros contenciosos en liza, la constitución norteamericana se ha ido convirtiendo paulatinamente en un tótem anacrónico y anquilosado que no puede ajustarse fácilmente a la situación social en la que opera, corrigiendo disfunciones y defectos, tal y como inicialmente quiso Thomas Jefferson.