La segunda guerra civil norteamericana
Los códigos de la política no cuentan para Donald Trump; si le importaran, no sería presidente. Ni los de la diplomacia; si así fuera, no hubiera ofendido ya a medio mundo. Y le traen sin cuidado las pobres que ansían respirar libres que evoca el poema de Emma Lazarus inscrito en la Estatua de la Libertad, como prueba la rapidez con que vetó la entrada de refugiados y musulmanes a Estados Unidos. Cada día que pasa, el nuevo presidente genera más división en su país y mayor rechazo exterior. ¿Plan preconcebido o comportamiento de un loco? Es el método Trump.
La lista de desmanes desafía a la razón. Además del veto fronterizo, Trump amenaza con nombrar embajador ante la UE a un partidario de su disolución; se ha peleado por teléfono con el ‘premier’ de Australia, ha humillado a México, retado a China, ofendido a todo el Islam y menospreciado desde el Papa a Beyoncé; desde Angela Merkel a Meryl Streep.
La trumpología es una nueva rama de la ciencia política que exige conocimientos de psiquiatría. Quienes la practican están divididos sobre la finalidad del método Trump. Para unos, se trata de un plan perfectamente meditado; otros creen que ha llegado a la Casa Blanca un perturbado de manual.
Steve Bannon, jefe de estrategia presidencial, figura en ambas teorías. En la hipótesis racional, el gurú de la derecha alternativa sería el autor de ese plan para transformar la manera de ejercer el poder. El populismo y la bravuconería fueron la principales bazas con las que Trump ganó las elecciones. Ahora es el lenguaje con que la nueva Administración quiere mantener la conexión directa con sus votantes: aislacionismo, proteccionismo, xenofobia, mano dura, chabacanería y muros… muchos muros.
En la hipótesis psiquiátrica, Bannon sería el Darth Vader que maneja a Trump. Al presidente le rodea un auténtico gobierno paralelo formado por el jefe de estrategia y su segundo, Stephen Miller; su yerno, Jared Kushner, y su asesora Kellyanne Conway.
La mayoría lograda en ambas cámaras del Congreso les facilita la tarea. Los pasados remilgos de los republicanos moderados son ya historia, diluidos en el champagne de la victoria. Su mandato legislativo es ahora cumplir la agenda de máximos del presidente. Trump saborea su momento de gloria. La adulación de los conservadores que antes le menospreciaban y la impotencia demócrata para detenerle es puro néctar para su ego.
El ‘trumpismo’ no pertenece a los republicanos; sólo está realquilado en el partido. Es un movimiento que se debe sólo al pueblo, dice –como todo buen populista—su líder. Sean Spicer, portavoz presidencial, lo advirtió claramente: Si a alguien no le gusta, se puede marchar. De momento, los republicanos le dan todo lo que pide.
Para empezar, quiere la confirmación de su elegido para el Tribunal Supremo, Neil Gorsuch, un juez nítidamente conservador. Tras presentarle ante el Washington político, Trump recibió a varias entidades conservadoras. Significativamente, sentó a su lado a Wayne Lapierre, presidente de la NRA, el lobby de las armas. El mensaje es que su fuerza no está en los pasillos de la capital sino en los maizales de Iowa y en entre los mineros en paro de Pennsylvania.
La noche de las elecciones, un Trump solemne prometió restañar las heridas y unir al país. Pero al día siguiente, volvió a ser el de siempre. Con sus tuits, con la elección de su gabinete y con sus primeras decisiones, ha exacerbado la fractura del país hasta extremos que recuerdan su devastadora Guerra Civil de hace siglo y medio.
Cada vez más, la opinión publicada califica así –de guerra civil— al conflicto de ideas, sentimientos y aspiraciones que divide a la sociedad. Si el norte y el sur se enfrentaron por la esclavitud, la pugna actual es entre dos diferentes visiones del mundo que la demagogia de Trump presenta como antagónicas e incompatibles.
La América apocalíptica, engañada, expoliada por la globalización, asediada por los inmigrantes y víctima de una carnicería, es la América a la que apela el Trump tuitero. Mientras, el Trump magnate comienza a desmontar los controles sobre Wall Street impuestos tras la crisis financiera de 2008. Desde las primeras manifestaciones en noviembre bajo el lema #notmypresident, otra América –quizá la que se siente culpable por no haber frenado a Trump— comienza a articular lo que con cierta épica se ha llamado La Resistencia.
La particular concepción americana del bien y del mal se refleja en dos frases cotidianas: it’s not right (no está bien) y it’s not fair (no es justo). Lo que subyace bajo esas palabras acabó en su día con la segregación racial, aceleró el fin de la Guerra de Vietnam y hundió a Richard Nixon, zenit hasta ahora de la deshonra presidencial. Trump debería recordarlo.
Millones de manifestantes se han echado a la calle desde la toma de posesión. Las ‘marchas de mujeres’ del 21 de enero congregaron 3,3 millones de personas, la mayor protesta de la historia del país. Miles acudieron a los aeropuertos contra el veto fronterizo. Trump no lo soporta. Pese a ganar en votos electorales, afirma ahora –sin pruebas—que los tres millones de votos populares con que le superó Hillary Clinton fueron producto de un fraude electoral masivo y quiere que se investigue. Cuando no le gusta el relato, lo cambia. Y así, con cada tuit, con cada orden ejecutiva, se ensancha la división.
Al otro lado de la brecha no sólo está el ciudadano común. Están los 400 abogados que la Unión de Libertades Civiles movilizó para asistir a los afectados por el veto; están jueces federales como Ann Donnelly, la primera en suspender la orden, o James Robart, que el viernes decretó la suspensión nacional; estaba la Fiscal General Sally Yates, en funciones hasta que Trump la fulminó por traidora porque ordenó incumplir el veto; y están los mil diplomáticos firmantes de un memorando de desacuerdo que alerta del daño que Trump está haciendo a la política exterior del país.
Trump nunca ha leído a Schumpeter, pero su método tiene algo de la destrucción creativa del economista austríaco-americano. Solo que en lugar de apuntar al futuro, mira al pasado para recobrar una América de acero, carbón y coches grandes. Quizá por eso crece el número de quienes temen que el presidente delira y está incapacitado para afrontar la realidad.
La opinión más común es que Trump padece un trastorno narcisista de personalidad, cuyos rasgos detalla el manual de diagnóstico de la asociación psiquiátrica americana: sentido exagerado de auto-importancia, fantasías de poder y éxito ilimitado, convencimiento de ser especial, exigencia admiración constante, creencia en tener derecho a todo lo que desea, explotación del otro en las relaciones interpersonales, carencia de empatía, sentimiento de envidia o de ser envidiado y comportamiento altivo y arrogante.
El mundo de los cuerdos se pregunta cuánto durará el ‘trumpismo’. Lo probable es que el presidente llegue, cuando menos, al final de su primer mandato. Pero el destino o el impulso de la sociedad civil pueden tener otros planes. La incógnita es cómo quedará su país y el mundo cuando deje de aplicarse el método Trump.