La revolución catalana, mejor más tarde
En algunos círculos políticos en Cataluña se ha especulado en los últimos años con una especie de instante mágico, aquel en el que la sociedad catalana asumiera que no puede ser otra cosa que un estado independiente de España. Y, con movilizaciones en cada plaza, en cada rincón de las principales ciudades, se forzaría la separación con la comprensión de la Unión Europea.
Fue el parlamento de Lituania el que declaró la independencia el 11 de marzo de 1990. Posteriormente se convocó un referéndum, y el sí ganó de forma rotunda. También ocurrió en Estonia y Letonia.
Es evidente que el independentismo catalán necesita de otras experiencias para trazar alguna estrategia. El problema no es que Cataluña sea como Lituania, pero España no sea la Unión Soviética, como dijo entonces Jordi Pujol, sino que Cataluña no es ni era Lituania, que lo tenía todo por ganar y nada por perder.
La sociedad catalana ha alcanzado una situación económica y social que no le permite lanzarse a situaciones desconocidas. En los próximos meses se comprobará si el soberanismo está dispuesto o no a seguir estirando la cuerda, si cae o no en un cierto agotamiento. De hecho, es lo que quieren conocer ya los principales actores políticos, que, de forma irresponsable, dejan el tramo final de sus aventuras en las espaldas de los catalanes: ahora se demostrará si se está dispuesto o no a pagar el precio por forzar un pulso con el Estado.
Sólo si hay movilizaciones constantes, protestas, apoyos por la independencia en la calle, el movimiento tendrá alguna posibilidad de forzar una negociación con el Gobierno español, y eso siempre que Bruselas haga el esfuerzo de pedir explicaciones a Mariano Rajoy. ¿Es serio lo que intenta Junts pel Sí, bajo la tutela del presidente Carles Puigdemont?
La sociedad catalana, en su conjunto, avanza. La economía creció el pasado año el 3,5% del PIB, una décima más que en 2015, y tres décimas más que la media española. El sector que tira del carro es la industria, con una subida interanual del 5,2%, un aumento que representa 2,5 puntos más que en 2015, y un nivel que se veía desde 2000, pese a un rebote en 2010.
Las grandes multinacionales mantienen sus planes de inversión, y no perciben grandes cambios, porque tampoco ven inminente una revolución que plantee la independencia de Cataluña. Esa es la realidad, y no la idea del soberanismo, que insiste en que, pese al proyecto político en marcha, la economía no se ve afectada, y que eso es realmente positivo para la causa independendista.
Se acerca el momento en el que se deberán ofrecer muchas explicaciones, porque el independentismo deberá aceptar sus límites. No para renunciar a nada. Pero sí para ordenar las ideas y reorientar sus estrategias a largo plazo.
La revolución catalana, mejor más tarde.