La reforma de la universidad: ¿Quo vadis?
Todos los informes coinciden en la necesidad de profundizar en la autonomía universitaria, la flexibilidad y la rendición de cuentas
La tercera reforma universitaria de la democracia comenzó el mes pasado su andadura en el Congreso con escepticismo por parte de la comunidad educativa y los grupos de la oposición.
Tras su aprobación en el Consejo de ministros, la nueva Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU), impulsada por el ministro Subirats, se ha remitido a las Cortes para su tramitación y posterior entrada en vigor, prevista para el primer semestre de 2023.
La nueva ley, un texto mejor acabado que el que en su momento redactó el equipo de Manuel Castells, mejora la financiación de las universidades y busca reducir la temporalidad y fomentar la formación permanente. También corrige la chapuza del anterior ministro, suprimiendo la exclusividad de los grados universitarios de cuatro años (240 créditos) y permitiendo los grados de tres años (180 créditos). Sin embargo, la LOSU sigue sin atajar el mal endémico de la universidad española: su pésimo sistema de gobernanza.
Según la nueva edición del Academic Ranking of World Universities, más conocido como ranking de Shanghái, la Universidad de Barcelona es la única del Estado clasificada entre las 200 mejores del mundo. Asimismo, en la clasificación de Times Higher Education, la primera universidad española es la Pompeu Fabra de Barcelona, en la posición 143. En contraposición, Suiza tiene cuatro instituciones entre las mejores 100 universidades del mundo, incluido la Escuela Federal Politécnica de Zúrich (ETH) en el puesto 13. Otras clasificaciones de universidades ofrecen resultados similares.
El ministro Subirats no puede argumentar que no tiene recomendaciones sobre qué necesita la universidad española. En la presente década se han constituido ya dos comisiones de expertos. Durante la última etapa del gobierno socialista, el ministro de Educación, Ángel Gabilondo, creó la comisión de expertos internacional que coordinó el profesor Rolf Tarrach, quien entregó su informe en 2011.
Más adelante, durante el gobierno del PP, el ministro de Educación, José Ignacio Wert, también creó una comisión de expertos con el mismo fin, que coordinó la profesora María Teresa Miras y que entregó su informe en el 2013. También se hizo caso omiso a las recomendaciones del manifiesto realizado por cinco de los más brillantes economistas europeos, entre ellos Philippe Aghion y Andreu Mas-Colell.
Todos los informes coinciden en la necesidad de profundizar en la autonomía universitaria, la flexibilidad y la rendición de cuentas, reformas que han seguido la mayoría de los sistemas universitarios más avanzados y que mejor han evolucionado y mejores resultados presentan.
Hoy la competencia en el mercado de la educación terciaria sigue altamente restringida porque se sustrae a las universidades la capacidad de elegir su organización (planes de estudio) y, sobre todo, su oferta docente (tipo y número de centros, grados y grupos) así como a la selección de alumnos. Un indicio de esta falta de competencia es el poder de la Conferencia de Rectores (CRUE), un cártel inmovilista contra el que han chocado todos los intentos sustantivos de reforma en el periodo democrático.
Pero la autonomía debe ir acompañada también de un mayor nivel de responsabilidad. Hoy las universidades españolas carecen de mecanismos eficaces de rendición de cuentas, al tener asegurada la mayor parte de la financiación, al menos la parte relativa a las retribuciones del personal. Las comunidades autónomas pueden autorizar centros, grados, etc. pero disponen de poca información sobre cómo se usan sus recursos. En 2022, la situación es aún similar a la de los hospitales públicos en los ochenta: la mayoría de las universidades incluso carece de contabilidad interna.
La nueva ley de Subirats precisa a las universidades unos objetivos que cumplir para obtener financiación, pero estas metas incluyen métricas relacionadas con la igualdad de género o la docencia en las lenguas cooficiales; no abordan la función social primordial de la universidad: la investigación y formación de calidad.
El otro gran problema del sistema universitario español es la elección de sus órganos de gobierno. El actual sistema, basado en las votaciones por profesores, estudiantes y personal de administración y de servicios, es el germen de muchos de los problemas de la educación superior. La razón es que los votantes no tienen los incentivos para escoger al rector que maximice la excelencia académica de los centros universitarios y el bienestar social.
¿Qué motivo tiene un auxiliar administrativo para votar a un rector cuya prioridad sea mejorar la calidad de su universidad? ¿Qué le importa a un estudiante que está a unos meses de terminar su grado quién será el rector cuando él ya no esté en el centro? ¿Y qué sabe un estudiante de 18 años qué necesita un programa de doctorado para alcanzar la excelencia? ¿Votará un profesor titular al candidato que va a impulsar el laboratorio que realmente necesita su universidad o al candidato que le ha prometido que su departamento va a mudarse a un mejor edificio?
De igual manera que ni los enfermos ni el personal sanitario de un hospital votan para elegir al director del centro… ni los profesores ni los estudiantes ni el personal administrativo y de servicios deberían votar al rector de su universidad.
Cada universidad debería estar dotada con un órgano de gobierno formado por personas externas e independientes que se encargue de elegir al rector por concurso de méritos, abierto también a candidatos internacionales (sí, deberíamos empezar a tener rectores extranjeros).
En países como Estados Unidos, Reino Unido, Austria, Dinamarca y Holanda, pero también en Portugal, vez es más habitual que sea una convocatoria abierta internacional, pensando en un perfil de relevancia académica y con probada experiencia de gestión. La evidencia empírica demuestra que tales sistemas de selección de rectores generan mejores resultados de gestión (Goodall 2009, McDowell et al 2009, McCormack Jet al 2013).
Todas las recomendaciones entregadas al Ministerio hasta la fecha coinciden en otorgar mayor flexibilidad y margen de actuación a las universidades, además de condicionar su financiación a la evaluación de resultados. En definitiva, las universidades necesitan más autonomía, competencia y rendición de cuentas.