La rebelión del sentido común
“Las posiciones más “progresistas” coinciden con las más “plutocráticas” y supranacionales: multiculturalismo, cambio climático, igualdad de género, desaparición de las fronteras, disipación paulatina – ahora acelerada – del Estado nación”.
1984, la obra publicada en 1949 y escrita por el periodista y escritor británico George Orwell, se convirtió en un libro de referencia por su capacidad para reflejar los mecanismos de los que se sirve el totalitarismo – el régimen del partido monopolista – para mantenerse en el poder. Y el principal de ellos es la mentira, puesto que la ausencia de verdad (de objetividad, si se prefiere) facilita la supervivencia del sistema sin tener que recurrir al uso de la violencia contra la sociedad. Así lo cuenta Winston, el protagonista de la novela, cuando afirma que “la mayor de las herejías era el sentido común” y, por tanto y siguiendo con Orwell, la propia existencia de la experiencia y de la realidad externa. Requiere por ello de la negación de la persona, de su libertad de expresión y de la libertad de información.
No hay que hacer un ejercicio excesivamente profundo para encontrar similitudes entre las palabras de Winston y la acción (y comunicación) del gobierno actual. Basta con acudir a la hemeroteca o, simplemente, con prestar atención a las declaraciones que hacen diariamente los distintos miembros del Consejo de Ministros para percatarse de cómo la mentira y la negación del sentido común son una herramienta esencial en su quehacer gubernamental.
Podemos afirmar con rotundidad que la coalición está inmersa en un proceso de debilitamiento de la monarquía parlamentaria, la forma política del Estado, como paso previo a una fase revolucionaria que dista mucho de las imágenes que acompañan a esta. Las revoluciones ya no necesitan de sangre ni de decapitaciones en plazas públicas para imponerse y establecer un nuevo orden. Basta con que las democracias se suiciden dejándose invadir por la mentira del mismo modo que el totalitarismo “si se deja invadir por la verdad”, como señalaba Jean-François Revel en El conocimiento inútil (1989).
De ahí el papel clave de las denominadas como guerras culturales y más ahora, en estos tiempos, en los que los aspirantes a transformar regímenes constitucional-pluralistas en regímenes de partido monopolista han hecho una simbiosis, en términos de agenda, con determinadas élites plutocráticas y con organismos supranacionales. Nunca sabremos qué vino antes, si el huevo o la gallina. Si fueron esas “élites” y los organismos supranacionales quienes adoptaron la agenda, hoy tildada de progresista, o si fueron los aspirantes a revolucionarios los que hicieron suya la de los plutócratas. En cualquier caso, en estas fechas, las posiciones más “progresistas” coinciden con las más “plutocráticas” y supranacionales: multiculturalismo, cambio climático, igualdad de género, desaparición de las fronteras, disipación paulatina – ahora acelerada – del Estado nación y desvanecimiento de las tradiciones (auténtico foco de la modernidad), etc.
Las posiciones más “progresistas” coinciden con las más “plutocráticas” y supranacionales: multiculturalismo, cambio climático, igualdad de género, desaparición de las fronteras, disipación paulatina del Estado nación y desvanecimiento de las tradiciones
Todo ello, además, se está llevando a la educación y las universidades, donde la evaluación de los alumnos depende cada día más de la asimilación de los dogmas de la agenda progresista. Frente a la enseñanza de literatura (es cuestión de tiempo que eliminen el Quijote), matemáticas (antes o después el número primo será considerado como sexista) o la filosofía (los clásicos serán juzgados según los parámetros de “nuestro” tiempo), la izquierda impone un currículo ideológico alejado de las corrientes tradicionales (y sensatas) del pensamiento. Hasta el mismísimo Noam Chomsky ha clamado contra la imposición del pensamiento único “progre”.
Sin embargo, esa agenda que ha adquirido la forma de consenso, el obstinado consenso del que hablaba cierta hija de tendero a la que miraban con recelo las élites del partido conservador británico, no es tal cosa y, de aceptarlo, habría que acompañarlo de otro sustantivo, establishment: el consenso del establishment.
Un consenso en torno al cual todos los ¿debates? deben estar encorsetados dentro de los elementos que lo sostienen. El único debate posible es el grado de compromiso (y de gasto) con la agenda. Todo cuestionamiento de este está condenado a la etiqueta, salvo que quien se salga del “discurso” sea uno de los suyos. Ahí tenemos las recientes intervenciones de Macron sobre el separatismo islamista. Éstas suponen un reconocimiento del fracaso (sin decirlo) del multiculturalismo, pero no ha recibido ninguna crítica entre las cadenas de televisión españolas. Y bien está que así sea. Porque no se trata de que la demonización pase de un lado a otro, sino de respetar el pluralismo y el derecho a disentir de un consenso (aparentemente fuerte, pero realmente débil).
Las guerras culturales se van a desarrollar, se están desarrollando, por un lado, en la recuperación del espacio de la neutralidad. Es decir, en que desde las instituciones nacionales, supranacionales y las élites plutocráticas no se impongan – como ahora – ideologías y no digan a los ciudadanos, de España o donde sea, cómo debemos pensar. En segundo lugar, y como consecuencia del anterior, las guerras culturales serán entre el autodenominado progresismo y la defensa del sentido común, de la libertad de expresión, información y cátedra, de la soberanía de las naciones, de las fronteras, del Estado nación y del respeto al pluralismo.
Por último, se suponía que quien escribe debía valorar quién está ganando la guerra cultural en España. A ello, le añadiría otra pregunta más, ¿quién la va a ganar? De facto, la gana el progresismo a través de la imposición desde las instituciones. Pero van a perder. La rebelión del sentido común es mayor de lo que sospechan.