La primavera de Múnich, o la transición imposible en la España de los 60

Jordi Amat reconstruye el diálogo entre Dionisio Ridruejo y Julián Gorkin para recuperar una época que acabó en frustración, pero que abrió el camino a la democracia

Una mirada. La potencia de una imagen que explica toda una época. Una noche, la del 6 junio de 1962, en el comedor del hotel Regina, en Múnich. El poeta Marià Manent se queda prendado de la figura de Dionisio Ridruejo. Lo esperaban. Jordi Amat (Barcelona, 1978) asegura que escribió La primavera de Múnich (Tusquets), premio Comillas, para poder mirar a Ridruejo «a través de los ojos de Manent» en aquel preciso instante.

Ridruejo llega tarde, porque ha tenido dificultades para poder salir de España. El régimen franquista lo vigila de cerca. Ridruejo, falangista de primera hora, se había distanciado de la dictadura. Está en Múnich, y participará en una reunión con opositores internos y exiliados al franquismo, organizada por Salvador de Madariaga y Julián Gorkin, un ex dirigente del POUM, antiestalinista, activista toda su vida.

El encuentro lo financia el Congreso por la Libertad de la Cultura. Más tarde se conocerá que estaba vinculado a la CIA. Sí, Estados Unidos quería facilitar encuentros que pudieran garantizar una salida a la dictadura que estuviera alejada del comunismo, en el contexto de la guerra fría.

Hacia la democracia

El franquismo lo calificó como el Contubernio de Múnich. «Si nuestras cosas gustasen en ese mundo liberal que en Europa todavía se lleva, sería muestra de haber fracasado nuestra revolución», aseguraría el propio Franco, en un discurso en Valencia, el 16 de junio de 1962.

Pero se trató de una aproximación real, cordial, que rompía, por primera vez, el muro entre la España que habia ganado la guerra y los vencidos, con la idea de tejer alguna salida que tuviera como único norte un régimen democrático.

Jordi Amat reconstruye todas aquellas relaciones intelectuales en una España rota, que trataba de distanciarse, como fuera, del ahogo franquista. Y lo hace a través de dos figuras, Ridruejo y Gorkin, antagónicas en la España de los años treinta, pero que van convergiendo para hallar una salida democrática.

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Serrano Suñer y Dionisio Ridruejo, en el Pati dels tarongers, en el Palau de la Generalitat, en 1941./EFE

Opositores primigenios

No se trató de una pre-transición, como se ha llegado a interpretar, porque Amat insiste en que fue prematura. España no había alcanzado todavía una masa crítica, una clase media de envergadura, que pudiera precipitar los cambios. Pero esos intentos, por parte de intelectuales, muchos de ellos surgidos del propio régimen, como el propio Ridruejo, Pedro Laín Entralgo o José Luis López Aranguren, fueron cruciales para encender una llama que fructificó en los años setenta.

Lo que logra Amat es recuperar a los opositores primigenios, mucho más allá de los reformadores del franquismo que se otorgaron todo el protagonismo en la transición. Había un trabajo previo, y Amat lo muestra a los lectores, a todos los españoles, a los potenciales votantes de las opciones políticas que siguen creyendo que la transición fue un mero pacto entre franquistas y demócratas con pocas agallas.

Desactivar el régimen

Manent observó a Ridruejo, porque era el hombre del momento, el autor de Escrito en España, donde había plasmado una especie de programa de mínimos, que pasaba por la petición de elecciones, y la libertad política y sindical. Amat destaca una interpretación de Javier Cercas para entender lo que significaba Ridruejo:

«Ridruejo sabía que el franquismo era una máquina mórtifera y que pocos conocían su funcionamiento mejor que él, que había contribuido a construirla; así que se dedicó a desmontarla, a crear artefactos que mostrasen cómo funcionaba la máquina, para poder desactivarla».

Y fue efectivo, aunque los participantes en Múnich no pudieron ver los frutos de una apuesta nítida por la democracia, con contradicciones, claro, como las diferencias acerca del propio modelo de estado, y de si se debía o no dejar en manos de todos los españoles la elección de una monarquía o de una república. Desde el inicio, y, principalmente los reformados del interior, se inclinaron por una monarquía con todas las garantías de una democracia europea.

Gil Robles y Llopis

Y es que, precisamente, el factor europeo fue uno de los grandes motores del supuesto contubernio de Múnich, una Europa que iba superando el desastre de la II Guerra Mundial, y que estrechaba sus lazos con un proyecto económico y político común, y a la que el régimen franquista había llamado a la puerta, con un resultado negativo.

En Múnich se reunieron dos Españas, la de José María Gil Robles, y la de Rodolfo Llopis, entonces secretario general del PSOE, que se dieron la mano de forma tímida. No estaba «maduro», como señala a lo largo de sus casi 500 páginas Jordi Amat en La primavera de Múnich. No podía dar frutos, se necesitaba más diálogo, y el concurso, claro, de los comunistas, que no participaron, que no podían participar en ese momento histórico, en la Europa de la guerra fría, en el cónclave.

Se necesitaba una generación posterior, aunque sin desdeñar a los que habían sufrido directamente el conflicto.

Honestidad

Amat reconstruye, organiza documentos, y hace hablar por ellos mismos a los personajes. No huye, pero tampoco tergiversa. La trayectoria de Ridruejo es conocida, y el propio Amat y Jordi Gracia han contribuido a ello en los últimos años. Pero Amat recupera del olvido a Gorkin, lo humaniza y le da sentido en el contexto histórico, superando la imagen que algunos historiadores han tenido de él, como Paul Preston, quien, al propio Amat, le asegura que era «Un hijo de puta».

Jordi Amat lo tiene claro. Su libro nos interpela. Era la España de los 60. Fue un proyecto que no podía ser posible entonces, pero que se quiso aprovechar después. La honestidad es la gran característica de Amat, honestidad con su trabajo y con el discurso político que se extrae de esa experiencia.

«Y es que Múnich, en realidad, debería ser una memoria incómoda: el relato de los antecedentes, núcleo y desenlace de lo que fue aquella Primavera no encaja bien con el relato automitificador que han esculpido los reformistas franquistas que pilotaron la Transición. Para hacerlo encajar se ha debido acometer un ejercicio de silencio, impostura o mixtificación del pasado. No es un ejercicio tan perverso. Son usos del pasado», concluye Amat.

En su retina, sigue la imagen de Manent, el observador de Ridruejo, uno de los forjadores de la salida democrática que logró, al fin, España en unas elecciones, también en junio, como ahora, de 1977.