La pesadilla de Darwin
Lo que tiempo atrás no pasaban de ser delirios de Nietzsche o ficciones distópicas de Huxley, han suscitado suficiente interés económico gracias a las inversiones de un puñado de multimillonarios megalómanos como Elon Musk o Jeffrey Epstein
Uno de los temas recurrentes en la literatura de la Grecia clásica era el desequilibrio entre Hombre y Naturaleza, en el que el ser humano incurría con esa soberbia desmesurada conocida como Hybris, que le llevaba a arrogarse facultades divinas que a la postre merecían el trágico castigo de Némesis. No faltan en nuestros días ejemplos de silícicos prometeos que parecen haber leído el Frankenstein de Mary Shelley más como un manual de instrucciones que como un aviso a navegantes, inspirado en la sabiduría de Esquilo.
Viene todo esto a colación a propósito de la reciente celebración en Madrid de Transvision, un congreso transhumanista que en esta ocasión ha contado con el auspicio de nada menos que el Ilustre Colegio Oficial de Médicos de Madrid, cuyo presidente, el Dr. Manuel Martinez-Sellés, inauguró las jornadas con un discurso rezumante de cauteloso recelo.
El excepticismo de Martinez-Sellés contrasta con la devoción, rayana en lo cultual, de los partidarios del solucionismo transhumanista. Es este en el fondo, el contraste entre quién ha dedicado su vida al conocimiento integral de la naturaleza humana, y los vitalistas convencidos de que nuestra existencia es reducible a un atomismo cientifista.
Sostienen éstos últimos que estamos en el umbral de la postevolución, una utopía singular gracias a la cual alcanzaremos la inmortalidad artificial en forma de consciencia digitalizada; evitaremos los caprichos del destino mediante la ingeniería genética, y seremos realzados mediante una amplia gama de prótesis inteligentes.
La pregunta que cabe hacerse ante este prospecto es si esta vida predecible, híbrida e interconectada que se nos augura, merece la pena ser vivida. Por una parte, tal y como señaló Leonard Mlodinow, buena parte de lo que significa ser realmente humano nos viene dado por la aleatoriedad y la suerte que definen nuestras vidas; por más que nos empecinemos en racionalizar eventos y acciones que son en gran medida fruto del azar.
Sin el factor de la incertidumbre, nuestra existencia quedaría predeterminada por prácticas de eugenesia positiva, rebajándola a la vida de ataraxia característica de los rebaños.
Si «el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en cuanto que son, de las que no son en cuanto que no son» es porque el ser humano no es un mero animal estable y lineal, sino un ente indeterminado que deviene en cada paso, en la prosperidad y en la adversidad. Si eliminásemos la indeterminación de nuestras vidas, quedaríamos reducidos a ser poco más que la suma de componentes modificables e intercambiables, especialmente si nuestros estados mentales acaban integrados en sistemas externos.
No son sin embrago estas aprensiones razón suficiente para disuadir a los posthumanistas, precisamente porque siendo esta corriente una deriva del postmodernismo, profesan una visión arcádica del mundo, en la que la centralidad humana se transmuta en una armonía natural libre de especismos. Vale decir que, siendo una de las premisas de esta forma de entender la humanidad la relativización del valor intrínseco y diferencial de lo humano, conduce a socavar la noción misma de la moral objetiva, al hacerla dependiente de sujetos de derecho no humanos, como sucede al otorgar derechos a los seres irracionales.
Pero no es esta la única inconsistencia ética que dimanaría de la condición posthumana. En efecto, la transformación artificial de embriones limitaría la propia autonomía humana, al concebir a los hijos como un producto predeterminado por las preferencias de sus progenitores, mediante un proceso no muy diferente del que se sigue para personalizar la compra de un coche.
Asimismo, siguiendo con la alegoría automovilística, los seres posthumanos más pudientes podrían mejorar su rendimiento mental mediante el injerto de interfaces a sistemas de inteligencia artificial y un mantenimiento que ajuste nuestros niveles de serotonina y de histona desacetilasa para regular la depresión y los malos recuerdos.
¿Hacia un futuro distópico?
Como prueba la realización del congreso Transvision en Madrid bajo la égida del colegio médico, lo que tiempo atrás no pasaban de ser delirios sifilíticos de Nietzsche o ficciones distópicas de Huxley, han suscitado suficiente interés económico gracias a las inversiones de un puñado de multimillonarios megalómanos, como el malogrado Jeffrey Epstein, fundador del Programa para la Dinámica Evolutiva en Harvard, o el histriónico Elon Musk, prioritario de la empresa de tecnología cerebral Neuralink.
Estos modernos prometeos tienen en común compartir con José Ortega y Gasset la convicción existencialista de que «yo no soy mi cuerpo; me encuentro con él y con él tengo que vivir”. Lo sorprendente es que esta nueva generación de magnates del silicio siga enfrascada en la obsolescencia del dualismo cartesiano, y que crean que lo humano es separable de lo corpóreo mediante la tecnología, exactamente igual que sostenía Ortega y Gasset en su “Meditación de la técnica” de 1939, donde afirma que «la reacción enérgica contra la naturaleza o circunstancia que lleva a crear entre ésta y el hombre una nueva naturaleza puesta sobre aquélla, una sobrenaturaleza».
En consecuencia, y tal vez por pura deformación profesional, estos tecnólogos están convencidos de que la esencia humana es reducible a algoritmos («los humanos no son más que objetos de procesamiento de información»), y que podemos alcanzar la “libertad morfológica” reproduciendo nuestras conexiones neuronales, y será, por lo tanto, transferible, modificable y compartible.
Y sin embargo, cuando los académicos del posthumanismo como el profesor Bostrom, director del Instituto del Futuro de la Humanidad de la Universidad de Oxford, tratan de justificar la legitimidad moral de avanzar hacia un futuro transhumano, no pueden evitar caer en la circularidad, al señalar que «el valor transhumanista central es explorar el mundo posthumano».
Como sucede con todo proyecto idealista, las cuestiones intratables se aplazan al futuro. En el caso del trashumanismo, cayendo de nuevo en la circularidad al apostar por que los dilemas morales sean resueltos por seres posthumanos, dotados de mayor inteligencia que nosotros. Ocurre con el transhumanismo, empero, que el viaje es tan inquietante como el destino.