No ha habido en la historia hasta este momento ningún medio que haya tenido la capacidad de influencia popular que tiene la televisión. Su habilidad para construir imaginarios colectivos, ese conjunto de imágenes que interiorizamos y en base a los cuales miramos, clasificamos y ordenamos nuestro entorno, no tiene hoy por hoy parangón.
Así lo entendió perfectamente Jordi Pujol, por ejemplo, cuando hizo de la puesta en marcha de TV3 una de sus preocupaciones prioritarias en los primeros años de la autonomía catalana. Hoy, nadie discute que TV3, y por extensión las diferentes emisoras de la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals, son una herramienta básica para la ‘construcción nacional’.
Como el conocimiento se transmite con más facilidad de lo que nos imaginamos, en España hay actualmente 13 corporaciones autonómicas que gestionan 37 canales de televisión, de los cuales… ¡27 se han creado en los últimos 12 años! Si añadimos a esta profusión de la oferta autonómica, la aparición de la TDT y la correspondiente multiplicación, como aquellos panes y peces bíblicos, de una infinidad de emisoras locales, podremos hacernos una idea de adonde nos ha conducido la promiscuidad televisiva de nuestra clase política. Puestos a construir, debieron pensar, construyamos todo.
Pero la realidad, como el agua, siempre acaba por salir e imponerse tozuda a cualquier chapuza que quisiera ocultarla. Y esa realidad puesta en números se traduce en unas pérdidas en el 2010 –no hay datos aún del 2011 pero presumiblemente serán peores– por encima de los 2.500 millones de euros para el global de las televisiones autonómicas españolas. Más o menos recibieron 1.918 millones en subvenciones a fondo perdido y tuvieron, además, un resultado negativo de explotación por valor de 536 millones. Curioso caso, por cierto, el de estas instituciones públicas que reciben una subvención para su funcionamiento y a pesar de ello aún generan pérdidas ejercicio tras ejercicio, aunque compiten de igual a igual, es un decir, en el mercado publicitario.
Al menos, TV3 puede alegar en su beneficio que es habitualmente líder de audiencia en su hábitat (aunque con una plantilla de 2.700 personas), lo que no ocurre en general en el resto de canales autonómicos, ya que de esos 27 canales que se han creado en los últimos 12 años algo más de la tercera parte no llega ni al 1% de cuota de pantalla en su comunidad.
Esa sangría de fondos públicos tiene hoy ya una difícil justificación. Antes, cuando el becerro de oro campaba por este país como Pedro por su casa, aún podían obviarse preguntas sobre a qué precio debíamos pagar esas herramientas de construcción nacional y si su gestión cumplían los mínimos requisitos de eficacia y buen gobierno exigibles a cualquier empresa pública. Pero hoy ya no hace falta ni hacerse preguntas tan complicadas. Si la austeridad presupuestaria llega y de qué manera a servicios básicos como la sanidad y la educación, cómo puede no afectar a los medios públicos de comunicación.
Sin embargo, Mas tiene un problema de calado con TV3 aunque ciertamente él mejor que nadie puede resolverlo. La dificultad es esa identificación de la televisión pública catalana con los objetivos estratégicos “nacionales” del país. La ventaja del actual presidente de la Generalitat es que tiene toda la autoridad nacionalista para ejecutar esos recortes. Las dificultades vienen por las dimensiones y la cultura corporativa que anida en la Corporació. En este ineludible reto, Mas se juega su crédito. Si no lo hace bien, mostrará debilidad frente a los importantes lobbies de presión que se han tejido en torno a TV3. Y es que es muy difícil gobernar sin arañazos.