La OTAN y España: el final de la ambigüedad

España debe abandonar la ambigüedad, a veces calculada, a veces producto de una cierta desubicación geopolítica, en la que se ha movido hasta ahora en su relación con la OTAN

El 30 de mayo se conmemoró en Madrid los 40 años de la entrada de España en la Organización del Tratado del Atlántico Norte. De manera casi unánime, los medios de comunicación que cubrieron el acto presidido por el Rey se centraron, no en la relevancia del aniversario, sino en la polémica suscitada por la ausencia de los miembros del ejecutivo pertenecientes a Unidas Podemos. El hecho refleja, a la vez, el pobre nivel de la política española y la pervivencia de un antiamericanismo trasnochado en la izquierda que, en la coyuntura actual, la convierte en compañera de viaje de un imperialismo más agresivo y peligroso que el de Washington.

El mapa geopolítico de Europa y del mundo ha cambiado sustancialmente desde que España ingresó en la OTAN, en las postrimerías de la guerra fría. Sin embargo, la razón fundacional de la organización se ha visto revalidada en la actualidad por obra del estado sucesor de la Unión Soviética. El adversario de las democracias liberales atlánticas y europeas sigue estando en Moscú.

Es el momento de la pedagogía

De hecho, Vladimir Putin ha superado en desprecio a la legalidad internacional y en osadía estratégica a los gerontócratas de antaño en la URSS. Tras la crisis de los misiles de Cuba, en los años sesenta del pasado siglo (el momento en que el mundo más cerca estuvo de un conflicto nuclear), los gobernantes soviéticos siempre midieron el alcance de sus acciones. Putin ha demostrado que no lo hace.

La relación de España con la OTAN ha estado marcada desde sus inicios por la ambigüedad. En unos casos, calculada; en otros, producto de una desubicación geopolítica explicable en su día por la inexperiencia de la joven democracia en las reglas del multilateralismo. Salvo las escasas ocasiones en que la participación en iniciativas de la OTAN ha generado momentáneamente atención informativa, los medios de comunicación, los partidos políticos y la gran mayoría de la ciudadanía han preferido no ocuparse de la organización que constituye la columna vertebral de su seguridad.

Fruto de esa falta de atención, los sucesivos gobiernos españoles de los últimos 40 años (González, Aznar, Zapatero y Rajoy) pudieron ingeniárselas para hacer lo suficiente en lo que se refiere a sus obligaciones atlantistas (misiones internacionales, sedes de mandos operativos, etc.) sin asumir la inversión mínima en defensa y seguridad (2% del PIB) que la propia organización ha acordado.

Falta pedagogía

La crisis de Ucrania, y la constatación de que la actitud de quien la ha provocado no va a cambiar en un futuro previsible, obligan a que España abandone definitivamente la ambigüedad y asuma sin reservas las responsabilidades que corresponden a la cuarta economía de la Unión Europea para el mantenimiento de una arquitectura que, hasta ahora, ha contribuido a mantener la paz –o algo que se le parece— en el continente y ha permitido que cada de sus miembros desarrolle su versión particular de democracia sin amenazas exteriores.

En España falta pedagogía en materia de defensa. Esa carencia hace que una parte sustancial de la población no perciba que la seguridad es un pilar central del mecanismo con que el país se interrelaciona con el mundo. El multilateralismo que afirman profesar la mayoría de las formaciones políticas implica, a fin de cuentas, un calculo de coste beneficio. Un país decide pertenecer a uno o varios organismos supranacionales –como la UE o la OTAN— porque espera que los beneficios que le reporte sean netamente superiores a los costes económicos y políticos a los que se obliga.

La OTAN y España: el final de la ambiguedad.

La situación sanitaria, social y económica generada por la pandemia del Covid-19 ha mostrado las ventajas de pertenecer a la Unión Europea: vacunas, ayudas económicas, relajación de la política fiscal… La guerra de Ucrania debería servir para visibilizar las que se derivan de estar cubiertos por un paraguas que disuada a cualquier actor potencialmente hostil. Ese riesgo –el de una agresión exterior— no es una hipótesis teórica. Hoy por hoy, una quiebra de la estabilidad en el norte de África no es una amenaza inminente. Pero nada garantiza que no lo vaya a ser el futuro.

Una cumbre especial

La cumbre de la OTAN que se celebrará en Madrid los días 29 y 30 de este mes tendrá una significación especial para la Organización. El deterioro del entorno de seguridad, agravado de manera inédita por la invasión rusa de Ucrania, ha provocado un movimiento de concentración de las democracias europeas urgidas por la doble amenaza, bélica y económica, derivada del conflicto.

La primera muestra de este fenómeno se produjo en Alemania en febrero, cuando el gobierno de Olaf Sholtz se comprometió a doblar su gasto en defensa (empezando por un primer paquete de 100.000 millones de euros), renunciando así a la política mantenida por todos los gobiernos germanos desde el nacimiento de la República Federal.

La cobertura mediática del aniversario de la entrada de España en la OTAN refleja, a la vez, el pobre nivel de la política española y la pervivencia de un antiamericanismo trasnochado en la izquierda

Poco tiempo después, los parlamentos de Finlandia y Suecia decidieron avalar la decisión de sus respectivos gobiernos de pedir el ingreso en el bloque atlántico acabando con una neutralidad, forzada en el caso finlandés, mantenida desde la segunda guerra mundial. Más recientemente, el gobierno de Dinamarca, perteneciente a la OTAN desde 1949, ha dado también un giro copernicano a su posición tradicional al impulsar el ingreso de Copenhague en la política común de seguridad de la Unión Europea.

Cabe señalar que los gobiernos de los tres países –dos monarquías parlamentarias y una república— están encabezados por tres mujeres socialdemócratas. Es un dato que no se le debería escapar a Yolanda Díaz cara a sus ambiciones electorales.

Un reproche que no se puede hacer a Pedro Sánchez es que no sea un atlantista convencido. Su reto, ahora, es cuadrar las cuentas para elevar el presupuesto español de defensa desde los 12.000 millones de euros actuales (apenas un 1% del PIB) a los 24.000 millones que supondrá alcanzar el umbral acordado por la OTAN antes de que termine la década.

No lo tendrá fácil si el Partido Popular, que mantiene desde que Mariano Rajoy alcanzó el poder un bajo perfil en cuestiones de defensa, opta por dificultar el proceso en aras a desgastar al Partido Socialista. Y las cosas se complicarán más aún si Unidas Podemos y sus satélites regionales se mantienen en el adanismo anti-OTAN sustentado por un relato ingenuo y desconectado de la realidad.

Quizá el ejemplo más didáctico para nuestra clase política sea el vuelco electoral que ha proporcionado a los Verdes alemanes haber abandonado su tradicional pacifismo ante la agresión de Vladimir Putin. La firmeza de Robert Habeck y Annalena Baerbock, vicecanciller y ministra de Exteriores, respectivamente, en la coalición tricolor que gobierna en Berlín, en forzar que la República Federal se comprometa a fondo con Ucrania ha disparado la intención de voto hacia su partido.

La frase con la que los Verdes justifican su actitud es que su política se basa en valores. Eso es lo que es, hoy en día, defender el espacio democrático europeo de las ambiciones imperiales de Kremlin.

Este artículo pertenece al nuevo número de la revista mEDium 11: ‘La encrucijada de la defensa’, cuya versión impresa puede comprarse online a través de este enlace: https://libros.economiadigital.es/libros/libros-publicados/medium-11-la-encrucijada-de-la-defensa/