La oscuridad de Puigdemont que apaga Cataluña
Puigdemont apela a los antepasados para votar el 1-O y superar "una oscuridad que hace muchos años que dura"
Hay mensajes que se pasan a través de las redes sociales comunicando qué hará cada uno en los próximos días. Personas comprometidas, que han interiorizado el discurso, y que viven en capitales europeas, han decidido regresar a Barcelona y permanecer hasta el 1 de octubre, porque ahora la misión llega a la recta final y es necesario “ocupar las calles”. Son profesionales, ciudadanos que pagan sus impuestos, que forman parte de entidades como la ANC, y que entienden que les ha llegado una hora histórica. Aseguran que llega “la batalla final”. ¿Lo he escrito bien? Sí, “batalla final”. Se trata de una fe, de una religión, que les lleva a actuar para lograr la independencia de Cataluña. Ante un ejército como éste, el Gobierno central, pese a tener todas las herramientas de un estado de derecho, no lo tiene fácil.
Añadan otras frases y se comprobará la dificultad: «El país es nuestro y no tomaréis nuestras calles», del dirigente de la CUP, Quim Arrufat.
Lo que se ha despertado y que algunos amigos me recuerdan en las últimas semanas, como el periodista y editor Miquel Macià, es el eco del pasado, esa idea que se difundió con motivo de los actos del tricentenario de 1714: “la historia nos convoca”. Lo verbalizó el presidente Carles Puigdemont, –¿o es mejor decir ya con claridad ‘el activista Puigdemont?—en el acto de apertura de la campaña para el 1-O en Tarragona cuando emplazó a tomar la papeleta para votar y arrojar luz “en una oscuridad que ya hace muchos años que dura”.
Puigdemont apela a los antepasados y a dejar atrás la «oscuridad» para votar el 1-O
Es decir, el independentismo está apelando a una historia mitificada en la que Cataluña pudo ser y no fue. Puigdemont pidió un esfuerzo para votar el 1-O “por los antepasados”, en una muestra de irracionalidad que, sin embargo, supone para los soberanistas un acto “democrático”. Algunos articulistas independentistas lo ven como una apelación al orgullo, a poner en pie “un pueblo” que ha estado dormido, lo que tienen unas connotaciones no precisamente democráticas.
Resulta que la sociedad catalana se ha caracterizado por ser la más avanzada de España desde antes y después de la transición, con sus vanguardias artísticas y culturales, con sus diseñadores y sus narradores y con sus escuelas de teatro. ¿O, tal vez, eso había sido un equívoco y se estaba conformando una sociedad que iba acumulando, por muchos factores que se podrían analizar, una amargura irracional, enferma de historia?
Como en 1934, se entiende que las agitaciones sirven para avanzar políticamente
Uno de los políticos protagonistas de los hechos del 6 de octubre de 1934, Martí Esteve, miembro de Acció Catalana Republicana, que formó parte del gobierno de ERC presidido por Lluís Companys, le explica al abogado Amadeu Hurtado, como recoge el propio Hurtado en su libro Abans del 6 d’octubre, que las agitaciones en la calle son necesarias y que siempre ayudan. El abogado Hurtado, que sirve al Gobierno de la Generalitat, harto de manipulaciones, le espeta: “No, si me decís que nuestros partidos necesitan estas agitaciones porque los políticos catalanes no pueden ni saben hacer otra cosa, tenéis razón; pero suponer que los políticos deben suplir su ineptitud con frecuentes apelaciones al pueblo, fingiendo peligros que no existen y creando conflictos imaginarios, es equivocado y funesto”. ¿Les resulta familiar?
Peligrosamente y jugando con fuego, Puigdemont camina hacia el 1-O, y, tal vez, en función de lo que ocurra en las próximas semanas, quiera protagonizar un remedo del 6 de octubre. Ya no es algo descabellado, como se pensaba hace unos meses. La voluntad de los miembros de la ANC es “ocupar las calles”. También, sin que se pueda interiorizar todavía por la parte racional de la sociedad catalana que todavía se resiste a la oscuridad, es la posición de Artur Mas, aunque con algunos límites. Y Puigdemont apoya el plan, como también Oriol Junqueras, a menos que demuestre lo contrario.
La apelación al orgullo y al pasado ha unido a generaciones distintas para la causa independentista
La apelación al orgullo y al pasado ha logrado unir a distintas generaciones. Los más mayores, seducidos por los recuerdos de la memoria, indignados al evocar las imágenes de una Guerra Civil que nunca tuvo que haber ocurrido. Y los jóvenes, encantados de vivir algo que vaya en contra del poder establecido, alzados contra no se sabe qué. En el medio, personas adultas de mediana edad, que también abrazan la causa, por cálculo o por pura sentimentalidad.
A toda esta realidad le debe hacer frente el Gobierno de Mariano Rajoy. No se trata de mejorar una cuenta de resultados. No es el caso de mejorar inversiones, o de buscar cómo la Unesco reconoce el día de Sant Jordi como patrimonio universal. Es algo que pertenece a la oscuridad, a un pasado que tuvo momentos de gloria, pero que no posibilitó, cosas de la historia, que Cataluña se conformara como un estado en el concierto de las naciones modernas.
Por cierto, los historiadores explican que Cataluña tuvo dos grandes instantes estelares, el primero en el siglo XII, y el segundo en el siglo XVIII, cuando puso las bases de la enorme transformación económica y social del XIX, pese al descalabro y el desmantelamiento tras la caída de Barcelona en 1714. Y añaden un tercero. ¿Cuándo? Justo ahora, con los últimos cuarenta años, los que ha protagonizado junto al resto de pueblos de España.
Lo que venga a partir de ahora tendrá unos responsables, porque puede llegar una oscuridad que apague Cataluña. Las frases, las apelaciones demagógicas de Puigdemont y Junqueras en Tarragona, así lo anuncian. Aún están a tiempo de rectificar.