La opereta revolucionaria
Tras meter a Cataluña en una amarga decadencia, los de Carles Puigdemont, Laura Borràs y Jordi Turull llevan años descendiendo sin freno hacia el valle del frikismo
Junts per Catalunya es una Convergència poseída por el populista espíritu cuparie. Ni el mejor exorcista podría ponerle remedio. Es una apoteosis emocional sin fin. La dinámica procesista prácticamente no deja espacio a la razón. Es la burguesía desposeída de cualquier virtud. Es una elite rentista sin responsabilidad social. El geógrafo francés Chirstophe Guilluy les caló bien y lo describió en No Society: el “ejemplo catalán ilustra la fiebre de una burguesía dispuesta a cualquier cosa para abandonar el bien común”.
Tras meter a Cataluña en una amarga decadencia, los de Carles Puigdemont, Laura Borràs y Jordi Turull llevan años descendiendo sin freno hacia el valle del frikismo. Su retórica a lo Braveheart suena más impostada que nunca. Droga blanda para consumo personal. Uno observa atónito sus peleas internas y encuentra más dignidad en cualquier episodio de Humor amarillo. Y es que los junteros se han convertido en una amalgama de personajes anclados en una épica de la frustración. Nunca alcanzarán la tierra prometida, porque su promesa fue siempre una mentira.
La independencia de Cataluña es un mero macguffin, una trampa argumental de los directores del procés. La trama real sigue transcurriendo por el sendero de los cargos y la pasta. La suya es una revolución de opereta. Solo cuando el modus vivendi está en riesgo, los señoritos recuperan el sentido de la realidad. Despiertan del sueño. En ese instante de luz molesta y ojos legañosos se encuentran ahora. Cometieron un error de principiante en el debate de política general celebrado la semana pasada en el Parlament: lanzaron una amenaza sin credibilidad. Amagaron con pedir una cuestión de confianza a Pere Aragonès, a ¡su socio de gobierno!
Ahora deben elegir. En estos momentos, y desde ayer, están votando las bases. 6.465 afiliados pueden decidir, por delegación de sus dirigentes incapaces, el futuro del Govern de la Generalitat. Votan entre aferrarse indignamente a la poltrona o echarse al monte de la ensoñación sediciosa. Cruda realidad o mundo onírico. Otra jornada histérica en la política catalana. La tensión entre falsos principios y sueldos tangibles ha estallado, y ha aturdido a no pocos feligreses. Sea cual sea el resultado, Junts acabará debilitado, y el Govern de Pere Aragonès, muerto.
El nacionalismo es una gran mentira, pero no es una mentira barata
Salir del govern significaría regalar a Esquerra, o a un PSC ansioso por reeditar el tripartito, alrededor de 250 cargos y unos 20 millones de euros. Los consellers catalanes cobran más que los ministros españoles. Gran número de altos cargos ganan más que Pedro Sánchez. El nacionalismo es una gran mentira, pero no es una mentira barata. Sueldos de seis cifras están en juego y nadie quiere acompañar al sacrificado Jordi Puigneró. Además, una salida del govern desataría las pulsiones más radicales y frustraría operaciones como la candidatura de Xavier Trias en Barcelona.
Quedarse en el govern tampoco les saldría gratis, ya que fácilmente provocaría una grave escisión en el partido. Adaptarse a la estrategia de los republicanos significaría que JxCat también daría por enterrado el procés que en su día inició Artur Mas. El separatismo no habría muerto, pero estaríamos ante otra historia, más pausada y silente, aunque, al contar con el aval del socialismo español, no menos peligrosa para nuestra democracia. En este caso, el sector más temperamental podría buscar cobijo en una posible candidatura electoral de la Assemblea Nacional Catalana (ANC). Por ello, JxCat se encuentra ante una disyuntiva loser. Solo pueden perder.
Aragonès conoce esta debilidad, se aprovecha e impone una relación sadomasoquista. Humilla a sus socios. Y les puede humillar porque la autoproclamada dignidad de los hiperventilados es risible y parodiable. Disfrazados de napoleones, vuelven al redil al mínimo chasquido de dedos. Con todo, no les infravaloremos: seguirán dañando la economía y la convivencia catalanas, seguirán pisoteando derechos y libertades, pero no son gigantes. Son simples mortales cuya vanidad ha topado con su cartera.
Y esta es una lección que los gobiernos del Estado deberían aprender. Para evitar un segundo procés independentista no solo hay que proteger y fortalecer a los constitucionalistas en Cataluña, debe crearse también un sistema de incentivos que penalice el mal comportamiento.
El exconseller Jordi Baiget ya nos dio alguna pista. Fue cesado por Puigdemont al reconocer que tenía más miedo a perder patrimonio que a la cárcel. La inhabilitación y la multa son más eficaces, y justas, que cualquier cara campaña propagandística revestida de “agenda para el reencuentro” con el secesionismo. Si el separatismo tuviera claro que vulnerar la Constitución comporta perder el sueldo público, el cuento del procés tendría un final rápido y feliz. Sonaría la última nota de esta mala opereta revolucionaría.