La objeción de conciencia frente al culto del pesimismo
No se puede reducir a mera prosa legal una decisión que depende de cuestiones puramente éticas, como la decisión de los médicos a la objeción de conciencia en la práctica de la eutanasia
Sostiene el filosofo norteamericano Ken Wilber que el hecho de que la vida y la muerte no sean dos cosas diferentes es extremadamente difícil de comprender, no porque este sea un concepto complejo, sino precisamente por ser tan simple. Posiblemente de ahí nazca nuestra renuencia a aceptar la premisa de Michael Oakeshott de que la política se reduce en la práctica a una antinomia entre Eros y Tanatos; entra la vida y la muerte, y tratemos puerilmente de rehuir estas cuestiones.
La reciente sugerencia ministerial de crear listas de objetores de conciencia demuestra la futilidad de querer equiparar justicia y ley, sencillamente porque todo derecho conlleva la imposición de un deber en alguien. Dicho de otra manera, difícilmente podemos afirmar que existan los derechos absolutos, ya que éstos siempre son relativos -en efecto, correlativos- a deberes concretos: derecho y deber son dos caras de una misma moneda.
Esta doble antinomia, vida y muerte; derecho y deber, es irresoluble legalmente, porque pertenece al mundo de la ética, y prácticamente todo lo que se puede decir sobre esto quedó escrito en la Antígona de Sófocles. Pero esto no implica que debamos dar la razón a Adorno, cuando afirmaba que después de Auschwitz no quedaba sitio para la poesía, porque esto nos abocaría a la prosa legalista, que tiende a la normativización de la salud, y considera la enfermedad como una entidad independiente del enfermo, reducido etológicamente a un conjunto de genes, células y glándulas.
Esto es, despersonaliza el padecimiento, y resulta en aquello que CS Lewis llamó la abolición del Hombre, lo cual nos permite barrer bajo la alfombra las dudas morales, porque, parafraseando a TS Eliot, no nos preocupa que la sabiduría se haya travestido de conocimiento, ni que el conocimiento se disuelva en información. Y sin embargo, tales dilemas morales se resisten a expirar, tal y como han puesto de manifiesto los médicos objetores.
No parece descabellado augurar que una vez que la legislación de la eutanasia traslade el derecho a una muerte digna -eutanasia significa buena muerte, no eugenesia- en el deber de un profesional de causar el fallecimiento de alguien, se produzcan asimismo objeciones de conciencia que irán a más si la clase política opta por estigmatizar la disidencia ética, sencillamente porque el objeto de la profesión médica no es la provisión de servicios tanto como restaurar, promover, y preservar la salud humana.
Esta distinción es el quid de la cuestión de la cuestión, porque si la salud es un bien objetivo es porque, como personas, nuestras vidas tienen un valor y una dignidad intrínsecas, que no se pueden reducir a una codificación legal que despersonalice nuestra existencia corporal. Esto se entiende mejor ante la evidencia de que una parte sustancial de nuestra vida está condicionada por dependencias e discapacidades, en la infancia, en la vejez, y cada vez que tenemos un problema serio de salud, sin que ninguna de estas circunstancias resten un ápice al valor inherente de nuestras vidas, ni a nuestra dignidad personal.
Desde esta perspectiva, la práctica médica no existe para prestar servicios que actúen contra la salud o la vida de sus pacientes, incluso cuando éste sea voluntad del paciente, y cuente con un amparo legal que en modo alguno exime al el profesional médico de las obligaciones éticas que ha interiorizado por vocación.
A tenor de precedentes como el neerlandés, donde se ha extendido la normativización de la muerte asistida desde los pacientes terminales a los enfermos crónicos, hasta llegar a incluir la angustia vital severa, si algo cabe colegir de la toma de posición de los médicos objetores es que, lejos de que esté todo dicho sobre nuestra cultura de la vida y la muerte, la discusión no ha hecho más que comenzar.