La nueva guerra santa

Los atentados simultáneos que esta noche pasada han dejado más de 120 muertos en París es el peor y más mortífero ataque terrorista en Europa desde la matanza del 11 de marzo de 2004 en Madrid, que dejó 192 muertos en atentados simultáneos con bomba dirigidos al transporte ferroviario público, y del atentado del 7 de julio de 2005 en Londres, que dejaron 56 muertos –entre ellos cuatro terroristas sospechosos–, como consecuencia de cuatro ataques con bomba en el metro y en un autobús londinenses.

Los atentados de ayer recuerdan los ataques del 12 de octubre de 2002 en Bali, que provocaron 202 muertos. Digo que se les parecen porque los atentados en esa isla indonesia tuvieron lugar en el distrito turístico de Kuta. El modus operandi de aquel atentado es bastante similar al empleado en París la pasada noche: un atacante suicida entró en el interior de una sala de fiestas nocturna llamada Paddy’s Pub y detonó una bomba ubicada en su mochila, causando la muerte de muchas personas y herir a otras. Quince segundos después, una segunda y mucho más poderosa bomba escondida en un camioneta blanca Mitsubishi fue detonada por otro atacante suicida en las afueras del Club Sari, situado enfrente del Paddy’s Pub.

Las acciones terroristas en Bali, Madrid, Londres y ahora París, a las que podríamos añadir otras muchas (por ejemplo el atentado del 16 de mayo de 2003 en Casablanca, el del 26 de julio de 2005 en Sharm el-Sheij –Egipto– , el del 17 de julio de 2009 en Yakarta o el asesinato del 2 de abril de 2015 de más de 140 personas –la mayoría estudiantes– en una universidad en la ciudad de Garissa, en el este de Kenia), dan cuenta de que el islamismo no va a cejar en su empeño de atacar los intereses «occidentales» y a los «infieles» cuando sea y donde sea. Su crueldad no tiene límites y su intensidad va subiendo de tono año tras año. 

La sensación de vulnerabilidad es total, puesto que ese tipo de terrorismo, que incluye la muerte del victimario, se basa en la socialización del terror ante la creencia de estar cumpliendo con un mandato que es respaldado socialmente e idolatrado por la población. El Corán prohíbe el suicidio, pero los jerarcas islamistas dieron la vuelta al asunto para evitar esa prohibición al considerar que el terrorista no es tal, sino que es un mártir. El terrorista no muere, «renace» en un mundo de placeres después de haber «cumplido» con su misión de aniquilar al enemigo, en una especie de guerra santa de baja intensidad.

Lo fácil para explicar la oleada de atentados que están tiñendo de sangre Europa y los demás continentes y destruyen los intereses turísticos asiáticos y del norte de África, sería seguirles la corriente a los propios terroristas yihadistas y dar por buenas las explicaciones de sus voceros sobre los orígenes del supuesto resentimiento islamista. Una semana después de los atentados de Bali, el canal árabe de televisión por satélite Al-Jazeera difundió un audio que llevaba un mensaje de voz grabado de Osama bin Laden en el que el líder de Al-Qaeda decía que aquellos atentados eran la represalia islamista por el apoyo internacional a la «guerra contra el terror», iniciada por los Estados Unidos después del ataque a las Torres gemelas, y por el papel de Australia en la liberación de Timor Oriental: «Serán asesinados como ustedes asesinaron y serán bombardeados como ustedes bombardean […] Esperen más que tendrán más sufrimiento». 

Bin Laden cayó, pero sus herederos siguen sembrando el terror. «Ocho hermanos, con cinturones explosivos y fusiles de asalto, han atacado lugares minuciosamente elegidos en el corazón de la capital francesa», reza el comunicado de los yihadistas del Estado Islámico difundido para explicar lo ocurrido en París.

Según los terroristas, seleccionaron el estadio de Francia porque allí estaban jugando las selecciones francesa y alemana, dos de los países que participan en la coalición contra el Estado Islámico, y porque asistía el presidente francés, François Hollande. La sala Bataclan fue atacada, en cambio, «porque [allí] estaban reunidos centenares de idólatras en una fiesta perversa». Al unir terror y virtud es evidente que estamos ante una nueva Inquisición.

El «buenismo» occidental tiende a «comprender» los argumentos yihadistas por puro antiamericanismo, antisemitismo y bobería. Las mentiras de Bush, Blair, Aznar y Durao Barroso que sirvieron para justificar la guerra de Irak y el derrocamiento de Sadam Hussein no pueden justificar ahora las acciones de quienes quieren imponer a los demás su manera de pensar y de actuar. Los yihadistas culpan a los que no siguen sus preceptos y unas veces matan a unos dibujantes «por haber insultado a Mahoma», como ocurrió con el atentado contra el semanario satírico francés Charlie Hebdo, y otras veces matan porque Francia, Alemania, EE.UU., Israel, España o quien sea «presume de luchar contra el islam» en sus respectivos territorios y fuera de ellos. Confunden islam con islamismo, aunque no sean exactamente lo mismo.

El error es confundir el islam, cuyas dos corrientes más extendidas son el sunismo y el chiismo, por mucho que tenga un componente político innegable, con la pretensión, en nombre de la ortodoxia religiosa, de extender el Gobierno de la ley coránica a todas las esferas de la vida, empezando por la política. Esto último es el islamismo, lo que, por otra parte, según ellos, guarda perfecta coherencia con la letra y el espíritu del Corán.

En 1979, cuando se impuso el régimen de Jomeini en Irán, los chiís eran considerados la facción musulmana más radical, pero la invasión soviética de Afganistán, también en 1979, dio un impulso perfecto para un panislamismo desde la otra dirección, una variante suní. Nuestro error es considerar el islam una religión más entre los muchas creencias que inciden en el espacio público. Para los islamistas, religión y política están muy unidas. A los europeos nos costó mucho poner en su sitio a la religión y separarla de la política, el islamismo –lo que no quiere decir todos los musulmanes– combate esa idea y se resiste a ello.

El renacimiento de las corrientes fundamentalistas a partir del auge económico de Arabia Saudí, Qatar y otros Estados de el Golfo, junto al encuentro de wahabistas saudíes con salafistas de otros países, todos ellos sunís, en la guerra de Afganistán, permitió la expansión de esa nueva versión más radical del islam, lo que puso encima de la mesa el problema de cómo secularizar una religión cuyo credo es tan espiritual como político. La invasión estadounidense de Irak, que dividió a las comunidades chií y suní todavía más de lo que lo habían estado en el pasado y consolidó las hostilidades entre el panchiísmo y el pansunismo en el actual Oriente Próximo, unió a los sunís entorno a Sadam Hussein, que se convirtió en campeón del sunismo aunque la mayoría de su ejército fuera chií.

Llegar a un acuerdo con Irán, el país de los imanes chiís, no va a evitar que los «lunáticos» se inmolen en nombre de Alá ni va a servir de mucho si se quiere erradicar el terrorismo suní que sostiene a Al-Qaeda. Hace años que Irán dejó de ser el problema. El problema de hoy en día son las dictaduras del Golfo y el polvorín de Oriente Medio que no se sabe resolver. Los clubes de fútbol deberían empezar a buscar otros patrocinadores si quieren «ayudar» en el necesario combate contra la «guerra santa» que ayer, en París, hirió de muerte a los aficionados que asistían al encuentro en el Stade de France de Saint-Denis. Están en juego los derechos humanos y la vida de las personas.