La nostalgia del combatiente

La batalla cultural en la España contemporánea se centra, no en reivindicar las ideas de un artista o intelectual, sino en colocarlas en su bando, sin sacar una adecuada lectura de aquello que buscan apropiarse

La vicepresidenta primera del Gobierno, ministra de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática, Carmen Calvo, participa en la firma del protocolo para la excavación de fosas en los cementerios de La Salud y San Rafael de la ciudad, el 11 de diciembre de 2020 en el Rectorado de la Universidad de Córdoba | EFE/RA/Archivo

Quienes pretendan persuadir a los ciudadanos para que se impliquen en el destino de su nación deberán construir un sólido proyecto en el que los ideales queden perfectamente expuestos y definidos para que la nación avance. Los ideales no se podrán construir sin manipular la historia, sin engrandecerla, sin contribuir a dar veracidad a las leyendas, los mitos, los símbolos, convirtiendo la derrota en victoria y la victoria en identidad nacional. Será necesario unificar la visión de la nación a través de una serie de valores y referencias que le confieran carácter y singularidad.

Este esfuerzo titánico necesitará la participación de los mejores ciudadanos de la nación para dar continuidad a ese carácter a lo largo del tiempo. Sin embargo, este enorme esfuerzo para construir una nación caminando en una sola dirección es una ilusión ya que, dentro de la nación, surgen sensibilidades políticas, sociales, artísticas, científicas y económicas opuestas unas con otras que la definen de formas distintas y antagónicas. El punto de partida de esta disputa o litigio, para ver quiénes están más capacitados para establecer los principios de una nación genera batallas culturales entre ideologías, diagnósticos, iniciativas, valores, principios, relatos, creencias e historia.

Hubo un tiempo, desde la revolución francesa hasta la caída del muro de Berlín, en que los artistas e intelectuales se batieron en sus respectivos países en una guerra cultural de unos contra otros para definir las aspiraciones y urgencias de la nación. La forma como los ciudadanos se veían a sí mismos estaba determinada por poetas, dramaturgos, políticos visionarios y creadores de verdades.

El futuro de una nación solo se podía llegar a prever siendo capaces de dilucidar en el pasado, a partir de poemas fundacionales, monumentos conmemorativos, crónicas políticas y pinturas de Historia, los valores que iban a ser centrales para construirlo como un demiurgo, impulsor de los sentimientos, motivaciones y esperanzas de una nación.

De la misma manera que Walt Whitman lo fue para los norteamericanos, como poeta nacional, también lo fue Emil Zola en Francia, Joan Maragall para los catalanes o Federico García Lorca para una buena parte de los españoles. Son artistas que pusieron su sensibilidad en manos de un cierto encaje de su país en el mundo para hacerlo legible en todos sus aspectos, incluso en los más intangibles.

Fueron filósofos, intelectuales y artistas como Ortega y Gasset, María Zambrano, Jean Paul Sartre, Martin Heidegger, Norberto Bobbio, Eugeni D’Ors, Albert Camus, Louis Aragon, André Breton o André Malraux, entre otros, los que establecían el campo de juego donde se debatían las grandes ideas en conflicto de una nación.

Todos ellos se centraron entonces en mantener a los ciudadanos sumidos en un sueño de libertad, igualdad, sufrimiento, superación y autoestima. Hago mías las palabras del filósofo Richard Rorty cuando en su ensayo Forjar nuestro país, observa: “Hay que ser leales a un país soñado, más que al país en el que despertamos cada mañana”. La observación de Rorty permite entender lo decisivo que es para una nación construirse a través de imágenes inspiradoras y superadoras de sus límites.

El tiempo en el que las inspiraciones de los artistas establecían el espíritu de una época ha dejado paso a que sean los políticos los que definan el campo de batalla cultural. Si antes eran los artistas quienes evocaban una idealizada forma de entender la nación, ahora son los políticos los que ocupan todo el debate, con un propósito esencial: ganar elecciones y alcanzar el poder.

“Sobre la batalla cultural en favor de la memoria histórica, el olvido es denunciado y la memoria, un lugar construido con trozos de verdades disputadas, es elevada al rango de una fotografía que autentifica la Historia”

Hoy, Lorca, uno de los poetas y dramaturgos más relevantes de la literatura española, sigue siendo utilizado por la política como herramienta para la identificación social, para potenciar los bandos de la guerra civil, impidiendo que su legado artístico se exprese en toda su potencia.

Se disputa su dimensión política convirtiendo su vida en un campo de batalla. La batalla cultural en la España contemporánea se centra, no en reivindicar las ideas de un artista o intelectual, sino en colocarlas en su bando, sin sacar una adecuada lectura de aquello que buscan apropiarse de esos artistas y sin entender profundamente su causa.

¿Cómo explicar que la batalla cultural en España se centre en cuestiones como la memoria histórica, el rol de la Monarquía o las reivindicaciones feministas sin hacer un debate profundo? Desde la derecha, los líderes políticos reivindican la unidad de España expresándose con gravedad y emoción para provocar que los ciudadanos se identifiquen con sus convicciones patrióticas.

¿Pero sobre qué bases culturales se asienta ese patriotismo? Se utilizan términos para generar pequeñas contiendas centradas en la apropiación de los mismos que, siendo de todos, son instrumentalizados por algunos. Lo mismo podemos decir sobre la batalla cultural en favor de la memoria histórica. El olvido es denunciado y la memoria, un lugar construido con trozos de verdades disputadas, es elevada al rango de una fotografía que autentifica la Historia.

El poeta ha muerto en manos de un spin doctor dispuesto a encontrar argumentos y técnicas para, como bien define William Safire en su libro New Political Dictionary, “la creación deliberada de nuevas percepciones y la tentativa de controlar las reacciones políticas”.

La batalla cultural nacida hace más de un siglo desde las convicciones, ahora se centra en conseguir a cualquier precio la mejor valoración de las encuestas. Los intelectuales de la derecha o de la izquierda que en el pasado resultaban determinantes para liderar una idea, ahora son considerados políticamente incorrectos.

Resultan incómodos porque supone introducir en el debate político el campo de los principios, los ideales y las convicciones, sin poder controlar políticamente los resultados. En base a este contexto, es preferible gestionar las ideas de un líder carismático que las de un poeta nacional.

La nostalgia de los grandes debates culturales que marcaron los principios del siglo XX estriba en el hecho de que, entonces, la batalla era a vida o muerte. Un ejemplo es el reto del filósofo Henri Bergson a Albert Einstein para determinar cuál era la naturaleza del tiempo, que acabó con el prestigio del primero.

Las batallas culturales que hoy se ganan en la acción política solo dan para una legislatura; antes definían toda una época. La razón es simple. Al desconectar la política del pensamiento de las ideas, ha acabado desconectando de los ideales de la nación. Hoy, los ideales y pensamientos de artistas e intelectuales se mantienen alejados del campo de batalla.


Fèlix Riera es el director editorial de ED Libros y columnista de opinión en Economía Digital. Ha sido director de Catalunya Ràdio hasta 2018.

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