La noche en que cayó un imperio
A los veinticinco años de la caída del muro de Berlín un comentario muy frecuente es que Alemania todavía sigue dividida, como si olvidásemos que aquel muro la partía brutalmente en dos, a un lado la libertad, al otro el totalitarismo.
Eso sí que era división y no las actuales desproporciones económicas, en gradual nivelación. Al caer el telón de acero, según lo había definido Churchill al inicio de la guerra fría, se acabaron las formas coercitivas en toda la Europa del Este, y el imperio soviético inició su descomposición. Para algunos historiadores ahí está la frontera entre dos siglos.
Dejar de dar importancia a la caída del muro de Berlín es sintomático de la trivialización de todo lo que consideramos históricamente decisivo. Como todo es relativo, nada hay decisivo.
Pero la Puerta de Bradenburgo está ahí para evocar cómo Alemania fue dividida y luego se reunificó en unas jornadas de significado espectacular. Y ahora, Alemania está tan unida o más que otros países, aunque el efecto devastador del comunismo todavía tenga sus vestigios en lo que fue la Alemania oriental. Claro: la crisis económica ha reducido el número de alemanes que consideran la reunificación como un portento. Aún así, la Alemania de Merkel es uno de los países más prósperos y una de las democracias más avanzadas.
De repente, toda Europa pudo respirar el oxígeno de la libertad. Casi nadie había previsto el desplome del muro. En sus días, Kennedy habló ante el muro y dijo: “Yo soy un berlinés”. Y más tarde, Reagan estuvo allí y le pidió a Gorbatchov: “Señor secretario general, derribe este muro”. Al otro lado del muro, todas las estadísticas económicas eran una mentira y los escuálidos supermercados estaban vacíos. Los servicios secretos de la Stasi dominaban toda la República Democrática Alemana, bajo la tutela de Moscú.
En el Berlín oriental se celebraban cónclaves para pararle los pies a la “perestroika” de Gorbachov, mientras la economía soviética se desmoronaba de modo ineluctable. Y, ¡qué cosas!, incluso la “perestroika” saltó por los aires cuando la Unión Soviética aceleró su transformación, como un tren descarrilado.
En algunas capitales europeas, la reunificación alemana era vista con mucho recelo. François Mauriac lo había dicho años antes con su ingenio pérfido de gran escritor católico: “Me gusta tanto Alemania que prefiero que haya dos”.
Pero en la Casa Blanca estaba George Bush y, con la misma habilidad con que luego lideró la coalición para liberar Kuwait de Saddam Hussein, comprendió lo que representaba para el mundo una Alemania reunificada. Ese fue el gran momento de Helmut Kohl. Hoy roído por la amargura y la soledad, entonces fue el canciller de la unidad. En una noche, Europa había cambiado de clima.