La noche de San Siro de “Antonio” Sánchez

Uno puede pensar que Pedro Sánchez es un “killer” por haberse deshecho de sus rivales políticos nacionales (digamos, de los Casado, Iglesias o Rivera). Pero hace falta salir al exterior para tener una medida de la verdadera talla

Durante los ochenta, la Quinta del Buitre forjó su leyenda entre goleadas al Murcia y al Logroñés (dicho sea, con todo el respeto a estos equipos). En cambio, cuando salió a pasear sus galones por Europa, recibió varias duchas frías, la más dolorosa una derrota por 5-0 en San Siro que perfectamente pudo ser más abultada. Se utilizaron todo tipo de excusas para justificar que aquella generación de futbolistas nunca alcanzase la gloria europea (ni siquiera a disputar una final de la entonces Copa de Europa): los árbitros, la mala suerte, la mayor fortaleza física de los equipos del norte, o hasta una especie de maldición nacional que nos impedía alcanzar la gloria deportiva. La respuesta, en realidad, era mucho más prosaica: no tenían la talla futbolística de los Van Basten, Gullit o Baresi. Cuando, años después, el Madrid juntó una generación de futbolistas verdaderamente excepcionales, derribó todas estas maldiciones a patadas, ganando trofeos continentales a puñados (algo parecido, por cierto, le ocurrió a la selección española). 

Salvando las muchas distancias, hay algo similar en la política doméstica y la internacional. Uno puede pensar que es un “killer” por haberse deshecho de sus rivales políticos nacionales (digamos, de los Casado, Iglesias o Rivera). Pero hace falta salir al exterior para tener una medida de la verdadera talla.  

De la altura de Pedro Sánchez ya tuvimos algún indico en la cumbre europea de mayo de 2019 que decidió el reparto de las instituciones comunitarias. Vivía entonces Sánchez sus días de gloria, a lomos de sendas victorias electorales consecutivas y convertido, de facto, en líder europeo socialdemócrata, en nombre de cuyo grupo negoció en aquella cumbre. Tan pendiente estaba Sánchez de situarse cerca del presidente Macron en todas las fotos (ambos jóvenes, apuestos y exitosos) que le pilló desprevenido cuando, en el último momento, Macron se alineó con Angela Merkel para decidir entre ambos la composición de las instituciones.

Los conservadores se hicieron con la presidencia de la Comisión y del Banco Central Europeo. Los liberales, la presidencia del Consejo, además de renovar la del BEI. Los socialistas se quedaron con la Presidencia del Parlamento europeo, aunque no lo debieron atar muy bien, porque apenas dos años después esta ya está en manos conservadoras. Ninguno de los altos cargos, por cierto, es español. Así que el éxito negociador de Sánchez fue rotundo: de las cinco principales instituciones, cero socialistas y cero españoles. Tan difícil como fallar todos los resultados en una quiniela (el nombramiento de Borrell como responsable de política exterior fue valorado en la mayoría de cancillerías europeos como un premio menor, dada las restricciones de esta cartera).  

El Primer Ministro griego Kyriakos Mitsotakis (L), el presidente Pedro Sánchez (C) y el Presidente de Chipre Nicos Anastasiades (R) en la Cumbre del Consejo Europeo en Bruselas, Bélgica, el 25 de marzo de 2022. EFE/EPA/OLIVIER HOSLET

Todavía más embarazosa fue el paseíllo en la cumbre de la OTAN en junio de 2021, aquellos 29 segundos en los que nunca llegaremos a saber si el presidente Biden llegó a articular palabra alguna, y que Moncloa había presentado previamente con gran pompa, elevándolo a la categoría de prácticamente una cumbre bilateral.   

Pero la verdadera “noche de San Siro” de Pedro Sánchez ha llegado esta misma semana. El viernes pasado, Marruecos hizo público un comunicado que destapaba lo que, según pasan los días, va camino de convertirse en uno de los mayores patinazos históricos de la política exterior española. En la carta conocida pocos días después (que, coincidiendo con el fallecimiento de Luís Roldan, parece escrita por el mismísimo Capitán Khan que se lo trajo desde Laos), se revelaban no uno sino al menos dos cambios de calado en nuestra posición sobre el Sahara Occidental: en primer lugar, se calificaba la propuesta marroquí como la “base más seria, creíble y realista”, algo que nunca se había hecho antes. En segundo lugar, se elogiaban los esfuerzos marroquíes realizados “en el marco de Naciones Unidas”, aunque esta mención desaparecía al hablar de los planes futuros (y créanme, en el lenguaje diplomático ninguna mención ni ausencia es casual).  

La cuestión del Sahara no es simplemente una cuestión histórica o humanitaria, sino de seguridad nacional. En la relación bilateral entre España y Marruecos, el Sáhara es la principal baza española; todas las demás (la coyuntura geopolítica internacional, la presión migratoria, la situación geográfica de Ceuta y Melilla, la evolución demográfica) caen del lado de Marruecos. El comunicado marroquí fue una maniobra de libro en una negociación: desvelar que la otra parte ha entregado su mejor baza, sin llegar a mostrar tus propias cartas.  

Desde entonces, el Gobierno español ha ido balbuceando explicaciones sobre las supuestas cesiones marroquís: la primera, que el objetivo era convertir a España en un “hub” gasístico. Esta explicación despreciaba el hecho de que es Argelia, y no Marruecos, quien dispone de las reservas de gas, y que es Alemania, no España, la que busca sustituir el gas ruso. Como es lógico, Alemania, si tiene que pagar más por su gas, preferirá siempre construir plantas de regasificación en su propio territorio, que al menos le garantiza seguridad, que pasar a depender de un gasoducto de dudosa viabilidad, y de que Argelia, la propia Marruecos, España y Francia se pongan de acuerdo sobre su tránsito. Por mucho que a nosotros nos gustaría incrementar las interconexiones para poner en valor nuestra faraónica capacidad de regasificación, una pifia más de nuestra inexistente planificación energética.  

Pedro Sánchez lo ha llevado con una habilidad negociadora más propia de un colegial que de un jefe de Gobierno   

La segunda explicación medio susurrada desde instancias oficiales es que Marruecos habría dado garantías de respetar, si no la soberanía al menos la integridad de Ceuta y Melilla (algunos medios aventuraban que también la de Canarias, cuya integridad territorial no conocíamos que se hubiese puesto en duda). Todavía no conocemos ningún documento ni declaración oficial marroquí que permita suscribir esta tesis, pero déjenme que la ponga en duda: en el último año, Marruecos ha aprovechado un primer patinazo de la política exterior del Gobierno español (la hospitalización semiclandestina del líder del Frente Polisario, Brahim Ghali), para hacer una demostración de fuerza (enviando oleadas de menores a Ceuta y Melilla), a la que España ha respondido ofreciendo la cabeza de su ministra de Exteriores y, para completar, un cambio brusco en la posición sobre el Sahara respecto a lo mantenido en los últimos cincuenta años. Todo ello llevado con una habilidad negociadora más propia de un colegial que de un jefe de Gobierno.   

La política exterior no perdona. Es pura manifestación de la fortaleza relativa de los países. Aquí no sirven de nada ni la pirotecnia de los gurús, ni los quiebros tan del gusto de Sánchez. En política exterior los errores, las dudas y los resquicios se pagan hasta el último céntimo. Seguramente por eso, la semana de San Siro del Presidente Sánchez se ha cerrado como no podía ser de otra manera: con el primer ministro italiano confundiendo su nombre de pila y llamándolo “Antonio”, con una cumbre de la OTAN en la que solo consiguió cerrar un encuentro bilateral con el Presidente de Bosnia Herzegovina, y con una cumbre europea donde todos sus socios se han preguntado estupefactos por qué todos ellos han sido capaces de tomar medidas en el sector energético, mientras el Presidente español, cada vez más chamán, amenazaba con bloquear las conclusiones. Si Felipe bloqueó una cumbre para arrancar los Fondos de Cohesión y Aznar para mejorar nuestro peso institucional en el Tratado de Niza, Sánchez lo ha hecho en búsqueda de una coartada con la que salvar su cara en casa. Y esto, créanme, no se va a olvidar. Porque lo que realmente necesita es algo que ni sus socios le pueden ofrecer, ni él se puede fabricar: estatura política.