La navaja de Ockham
Los desahucios. El debate central de la economía sale por la puerta de servicio justificando su abandono en la incapacidad legislativa: “Nosotros queríamos una nueva Ley Hipotecaria consensuada en el Parlament, pero no nos queda otra que pasar por el Congreso”, señala Artur Mas. Al confesar su impotencia, abre de par en par la contradicción entre el interés de la clase política y el interés de la ciudadanía, agravado ahora por el frustrado pacto hipotecario PP-PSOE, con final irrelevante y sordina derechona.
Algún día leeremos que los anales de Catalunya fueron tranquilos bajo el reinado de Mas, hasta que, aquel político adocenado y acendrado se levantó una mañana convertido en Bonaparte. Hoy aprieta los dientes; está seguro de que el destino volverá a jugar a su favor. Su gira electoral transcurre entre la densa vegetación interior, las ciudades y el rosario cincelado de la costa que desgrana bocanas, contenedores industriales y un sinfín de pantalanes deportivos.
Son paradas, no acontecimientos. Mas no es un político de Tagamanent y Pla de la Calma, como lo ha sido su maestro, Jordi Pujol, autor de dietarios metafóricos (desde el primero y más sintomático, Des dels turons a l’altra banda del riu, los más recientes, Sembrar, treballar, collir o Residuals o independents? Quan es trenquen els ponts, hasta el último De la bonança a un repte nou), que anuncian introspección, la primera estación de un pensamiento hondo.
Llevada en volandas por la más que probable victoria electoral, la federación nacionalista ha puesto el reloj en hora y espera paciente el resultado del domingo 25. Ha probado las mieles del derecho a decidir y, aunque parezca mentira, tiene de su parte a un sector de la inteligencia constitucionalista española, como demostró el pasado ocho de octubre Francisco Rubio Llorente, abriendo la puerta (en un artículo archicomentado, publicado en El País) a lo que “decidan los ciudadanos de Catalunya respecto a su relación con el resto de España”.
Sobre el mismo raíl interpretativo, el ex consejero de Economía, Antoni Castells, remarca esta semana que los puentes están dinamitados. Los ha reventado España, la España cóncava, fuente doctrinal de la que emana una falsa Catalunya, carroñera e insolidaria. La España étnica se pone la historia por montera, exige una piel homogénea, sustrae los elementos heterogéneos e impone la cultura de las diferencias.
La suerte está echada. Así lo siente la inefable mayoría evocada estos días por el bipartidismo español. Sus mensajeros llegan de la capital con el viento de popa y, sin apenas convicción, sueltan su procacidad por la borda antes de dar media vuelta. Esperanza Aguirre y Gil de Biedma (de segundo) desentierra a Josep Pla. Le exige a CiU que se deje de “collonades”, pero sus palabras desatan un malhumor general casi comparable con el que ha provocado el diseñador Custo Dalmau, autor de un chispeante dragón de Sant Jordi en la camiseta de la Selección Catalana de fútbol.
La mayoría silenciosa que reclama a diario Alicia Sánchez-Camacho se convertirá fácilmente en mayoría líquida; incierta, fluctuante y sin doctrina, siguiendo el hilo desarrollado por Alfred Bosch en su libro I ara què? El grueso del electorado se divide ya en soberanistas desapasionados y abstencionistas indiferentes, todos al rebufo de Mas, lo contrario de lo que predica la líder del PPC, y lejos también de la calle Nicaragua, la casa de Fran, Fernández, Collboni, Cunill, Casas, Fuentes o Iceta, el microchip socialista de Pere Navarro, un hombre sin impostura, al que Sergi Pàmies coloca generosamente entre la indolencia de Maragall y la impasibilidad mineral de Montilla.
El histrionismo pierde el tenor de los primeros días. En el ecuador de la campaña, el ruido de los mítines se va atemperando; pronto será solo un rumor de fondo. Todos aguardan el 25-N. Ya no hay prisa. El pescado está vendido. En un mundo dedicado al futuro, la memoria carece de importancia. A partir de ahora se impone la navaja de Ockham, el principio de simplicidad, basado en el “Pluralitas non est ponenda sine necessitate” o “cuanto menos se suponga, mejor”, según el razonamiento del monje franciscano Guillermo de Ockham, que alumbró el fin de la Edad Media.
Los partidos ceden su protagonismo a las encuestas. La razón es demasiado poliédrica como para ser abarcada en un programa. Y, además, la reivindicación social hace acto de presencia en la batalla identitaria. La huelga del 14 colapsa la campaña; todos paran menos Alicia, que presume de mantener su agenda.
La huelga funciona solo en parte. Madrid manda un mensaje a Bruselas, y al instante el vicepresidente de la Comisión, Olli Rehn, encuentra razones para aflojar el cinturón de hierro que envuelve a la economía española: habrá prórroga para el déficit. La España de la calle y de la idea cabalga de nuevo.
¿Cuánta desigualdad social es capaz de aguantar esta democracia?, se pregunta con acierto Joan Herrera, tratando de casar soberanismo e internacionalismo, dos conceptos complementarios. Por su parte, Junqueras, el candidato de ERC, lanza un exordio: “La independencia es la mejor garantía para los derechos sociales”. Sociedad y territorio; brecha civil y Estado, dos fuerzas en presencia que cruzan sus caminos. Como en anteriores ocasiones, las costuras no aguantan el disfraz y las cubiertas se rasgan por el flanco catalán. Hay sociedad, pero no hay Estado.
En Moncloa, esta vez sí: España roja antes que rota. Rajoy espera de sus íntimos (Jorge Moragas y Álvaro Nadal) el análisis tranquilizador que no llega, porque la Asamblea Nacional Catalana del 11-S se ha puesto al frente de la marcha sindical en Paseo de Gracia. Cuando cae la noche, todo vuelve al redil, pero Rajoy no es un hombre de paños calientes; la palinodia de sus cortesanos no convence al presidente. La desmembración territorial le hunde. El desahucio y la bandera están a punto de tocarse.