La muerte de un Club de Empresarios
Hoy es el último sábado que desayuno en el Club Financiero Atlántico, en el mismo lugar donde se sentó el empresario más importante de España
Hoy es el último sábado que desayuno en el Club Financiero Atlántico de A Coruña. Sentado en esta butaca y en el mismo lugar donde, durante más de 30 años, se sentó el que seguramente es y será el empresario más importante que ha dado nuestra cuidad, nuestra comunidad autónoma y nuestra España querida, no puedo hacer otra cosa más que reflexionar sobre la importancia de un espacio donde han convivido jóvenes y no tan jóvenes, con más o con menos recursos, más experimentados o menos…
Cuanto aprendizaje, cuantas sabias enseñanzas, cuantos errores compartidos, cuantas relaciones personales, cuánta solidaridad. Y, todo ello, entre personas que comparten el hecho de ser empresarios y/o directivos, que tienen unos fines comunes, que no son otros que gestionar, dirigir, competir, hacer hacer, rentabilizar, en definitiva, defender la cuenta de resultados de una empresa y a todo lo que ella representa, a sangre y fuego.
Estas paredes han sido testigo de la mayor parte de mi vida empresarial, pero también de mi vida personal. Recuerdo que hace unos años, sentado a poco más de dos metros de donde me encuentro sentado ahora, mi hermano me llamaba para comunicarme el fallecimiento de mi padre. Pero también no muy lejos de esta butaca me llamaban para asistir al nacimiento de mi primer hijo.
Estos personajes catalogaban peyorativamente como «nuevos ricos» a quienes, a diferencia de ellos, ostentaban la hegemonía económica de la ciudad
Aquí he conocido empresarios jóvenes que te chutan en vena ese ímpetu que solo tienes al principio del emprendimiento, pero también empresarios ya octogenarios que me ayudaron a relativizar los problemas que te vas encontrando en la vida empresarial, inculcándote una visión de largo plazo que por tu inexperiencia es difícil que tengas.
Aquí entendí la importancia de aprender de los errores de los demás antes que de los tuyos propios, aunque eso fuera muy difícil.
Pero también aprendí a ver lo peor de la sociedad, que nos es otra cosa que la envidia.
La envidia de personas que otrora, generalmente por méritos de familia y nunca propios, se autorizaban a sí mismos el poder de campar a sus anchas y el hablar de igual a igual a personas trabajadoras que se han hecho a sí mismas.
Este tipo de personajes en una catarsis de envidia sumidos en un aquelarre de iguales, catalogaban peyorativamente como “nuevos ricos” a aquellos que al contrario que ellos ostentaban la hegemonía económica de la sociedad.
Esta semilla que estuvo plantada aquí durante 30 años, germinará sin duda en otro lugar o quizá en el mismo
Sentado en esta butaca de este espacio de generoso aprendizaje y de solidaridad entre iguales, asisto a las últimas horas de su existencia, pero miro al futuro con optimismo ya que esta semilla que estuvo plantada aquí durante treinta años, germinará sin duda en otro lugar o quizá en el mismo, quien sabe, porque la llama del emprendimiento es muy difícil de apagar. Una llama que algunos llevamos tatuada en nuestro ADN, que nos hace levantarnos cada día a “gladiar” en el coso de la competitividad.
Hoy muere un Club de Empresarios pero revive la esperanza. La esperanza de que juntos siempre seremos más fuertes y de que seremos capaces de crear nuevos espacios físicos, porque morales y éticos ya los tenemos, donde nos podamos rozar cada día y compartir este expertise.
Sentado en este banco, donde el maestro de maestros desayunaba cada día, aprovecho el fluir de la fuerza para transmitiros, más allá de las creencias celestiales y terrenales que cada cual tuviera, el sentimiento de la entrañable, vieja y conocida canción castrense: “La muerte no es el final”.