La mesa del macguffin
El gobierno de la nación se adhiere al cuento procesista según el cual existe un conflicto entre Cataluña, como un todo, y España, como una nada
En este caluroso 15 de julio madrileño se reúnen en La Moncloa dos presidentes, dos socios, en el marco de la mal denominada mesa de diálogo. El catalán Pere Aragonès continuará con la utópica matraca de la amnistía y el derecho de autodeterminación, pero el decadente Pedro Sánchez no se las va a conceder, no porque no quiera, sino porque constitucionalmente no puede. Así, el diálogo entre ambos políticos se limitará a crear un gigantesco macguffin, una excusa argumental para distraernos del auténtico leitmotiv de esta truculenta historia de ambiciones y traiciones.
Sánchez abrazará a Aragonès y proclamará a los cuatro vientos que él ha conseguido la paz en Cataluña. Otra de sus mentiras. No hay concordia cuando una parte de la sociedad es ignorada o despreciada por sus gobiernos. La calma es un simple espejismo, porque los apaciguamientos siempre preceden y agravan el conflicto. Apaciguar es pactar por intereses particulares a costa de los derechos de terceros, en este caso, los de los catalanes constitucionalistas. De este modo, se generan unos incentivos perniciosos, favorables a perpetuar o incrementar el mal gobierno. No hay concordia sin justicia y actualmente la Generalitat sigue siendo una grave amenaza para el Estado de derecho.
La simbología de la reunión corroborará este argumento, situando al mismo nivel el gobierno de España y el de una Generalitat de Cataluña que, no olvidemos, es también Estado. Sánchez es así: se muere por invadir protocolariamente el terreno del Jefe del Estado y, al mismo tiempo, no le importa devaluar la figura del Presidente del Gobierno si esto le sirve para mantener el apoyo, precisamente, de los enemigos del Estado. De hecho, Sánchez, cuyo antecedente más reciente es decir que “Euskadi y España son países libres”, no tuvo remilgos en aparecer en este rincón de España, que es Cataluña, como si fuera un mandatario extranjero la primera vez que se reunió con Aragonès en Barcelona.
Así pues, el gobierno de la nación se adhiere al cuento procesista según el cual existe un conflicto entre Cataluña, como un todo, y España, como una nada. Pero si el diagnóstico es falaz, imposible será encontrar una buena terapia. El problema real es el de una Generalitat que ha malversado sus competencias, poniéndolas al servicio de un proyecto ilegal y excluyente. Es el de una Generalitat nacionalista que no respeta el pluralismo de la sociedad catalana y que vulnera sistemáticamente los derechos de una parte. Mientras Aragonès estará exigiendo amnistía y autodeterminación, Sánchez callará ante el incumplimiento de las sentencias y el ataque al bilingüismo en las escuelas por parte de la Generalitat.
En estas negociaciones los catalanes demócratas, aquellos que respetamos las reglas de la democracia, no existimos. Sin embargo, el encuentro de hoy tampoco servirá para mejorar la calidad de vida del resto de los catalanes. Será un arreglo entre políticos que buscan la supervivencia y la resolución de problemas personales. Lamentablemente, no habrá ni una propuesta para revertir la amarga decadencia en la que se ha instalado el otrora motor económico del sur de Europa.
Mientras Sánchez y Aragonès escenifican el gran macguffin, el nacionalismo seguirá preparando el próximo golpe. Los indultos ya fueron un claro ejemplo de que en esta mesa unos están sentados y los otros, arrodillados. Los indultos fueron la primera piedra de un segundo procés, que silenciosamente está construyendo sus cimientos. Ahora los separatistas liderados por ERC trabajan con menos ruido que el histriónico partido de Carles Puigdemont y la multi-imputada Laura Borràs, pero no paran; avanzan con más inteligencia y más peligro. Siguen eliminando espacios de libertad en la sociedad civil. Siguen controlando la práctica totalidad de los medios de comunicación catalanes. Siguen colocando sus piezas a la espera del mejor momento para “volverlo a hacer”. Y esta vez ya nadie podrá esgrimir que “no se podía saber”.