La maté porque era mía

Ana María Enjamio tenía 25 años. Se había graduado recientemente como ingeniera industrial y conseguido un buen empleo en lo suyo cerca de Vigo. Tenía toda la vida por delante. Esa vida terminó el pasado día 17, de madrugada, al volver de la cena de navidad de su empresa. Un colega, con quien había tenido breve una relación, le acuchilló en el portal de su casa. Si no era suya, no iba a ser de nadie.

La misma mezcla de atavismo, testosterona y fatalidad mató también, con pocas horas de diferencia, a Carme en Tarragona. Y a Elena en Santiago de Compostela. Y en Barcelona, un conocido y veterano periodista, Alfons Quintá, le pegó un tiro a ex su esposa, la médica Victoria Bertrán, y luego se voló la cabeza. Estaban separados, pero ella regresó para cuidarle cuando enfermó. Él no iba a consentir que le volviera a abandonar. La mató porque era suya.

No fue solo la insania de cuatro hombres. Los males de una sociedad rara vez son culpa exclusiva de fuerzas incontrolables o de agentes sobre los que carecemos de influencia. Por inacción o apatía, todos somos responsables de la violencia de género. Todos fallamos a esas cuatro mujeres.

Igual que a las otras 40 apuñaladas, apaleadas, tiroteadas y atropelladas en lo que va de año. La cifra es menor que las mujeres asesinadas en 2015, pero incide en una pregunta recurrente:  ¿por qué, en pleno siglo XXI, tantos hombres consideran que una mujer es una posesión absoluta y perpetua de cuya vida se puede disponer a discreción?  

No existe una explicación integral para la violencia de género. Ese es el problema. Según la óptica que se aplique, las causas aparentes son tan diversas (cultura, religión, nivel educativo, estrato socioeconómico, circunstancias personales, abuso de sustancias, etc.) que se puede elegir la que más convenga a cada grupo, ideología o interés en función de su punto de vista.

Pero segmentar el problema suele quedarse en los síntomas y eludir la causa primaria: la pervivencia de la discriminación. Pese al progreso de las sociedades desarrolladas, mujeres y hombres juegan con reglas diferentes. Sutil o descaradamente, los hombres cuentan con ventaja por el mero hecho de serlo. Y en otras sociedades, ni siquiera hay reglas.  

Es, por supuesto, necesario actuar sobre lo concreto: proteger a las mujeres en riesgo, facilitar apoyo y recursos a víctimas impotentes para escapar de sus torturadores. Pero para atacar la raíz de la violencia –desde la más extrema a la de baja intensidad— se requiere un radical  cambio colectivo. Y solo será posible si cada individuo lo asume personalmente, como un imperativo moral, al tiempo que la sociedad lo convierte en norma de aplicación general.

La misoginia es tan prevalente que, incluso quienes se creen inmunes, la portan latente. Antes de que Pablo Iglesias pontificara sobre la feminización de la política y la vida, muchos hombres llevábamos décadas intentando ser honestos y ecuánimes respecto de las mujeres. No se trata de progresía. Ni de adoptar un lenguaje no sexista: compañeros y compañeras. Es una elemental exigencia ética y estética. Una cuestión de decencia.  

Aún así, uno descubre un buen día que no es suficiente. Mi epifanía se produjo durante una tranquila charla veraniega con un viejo amigo. Sin saber cómo, la conversación derivó hacia los hijos: dos mujeres, en su caso; dos varones en el mío. Confidencias nunca antes compartidas, me mostraron cuan profundo y subliminal es el sesgo masculino con relación a las mujeres.

Sus ‘niñas’ y mis ‘chicos’ tienen edades idénticas, se han criado prácticamente juntos y comparten educación, valores y entorno. Sin embargo, el papel de mentor, protector y modelo de mi amigo ha sido mucho más difícil que el mío.

Él, como tantos otros padres y madres, no sólo tuvo que instar en sus hijas los valores que todos consideramos deseables (tolerancia, esfuerzo, responsabilidad) sino blindar su autoestima, seguridad y discernimiento ante los inputs y las convenciones que –renovadas y bañadas con una capa de modernidad— siguen marcando nítidos modelos de ‘lo femenino’.

Esas dos ‘niñas’ son hoy mujeres independientes, profesionales –una de ellas, madre—, cosmopolitas, afectuosas y seguras de sí mismas. Su padre está orgulloso de ellas. Y ellas le adoran: le consideran su héroe.

Mi epifanía no es más que una anécdota. Pero ilustra el papel que tenemos en la formación de la identidad de género de quienes nos siguen. El entorno familiar es la primera línea de defensa frente a los prejuicios. Desde los más cotidianos –una frase tan aparentemente inocua como ‘¡no seas nenaza!’, reflejo de un estereotipo secular— a los más trascendentes.

No todos los hogares pueden desempeñar ese papel. Las diferencias socioeconómicas, el desempleo, el nivel educativo o la desestructuración familiar lo dificultan. ‘Estar encima de los hijos’ requiere dedicación y tiempo; es un lujo para quienes el día a día es una lucha.  

Por su parte, lo que hoy pasa por cultura popular crea arquetipos perversos a través del cine, la televisión, la publicidad y la música. Algunos artistas de reggaetón o hip-hop, tratan a la mujer como un mero objeto sexual y –junto al perreo y el twerking— dejan pocas dudas acerca de la posición asignada a la mujer con relación al hombre. La misma que los anuncios de colonia masculina que saturan las pantallas estos días.

Las redes sociales han potenciado esas influencias y se han convertido, en sí mismas, en instrumentos de presión e intimidación. Diferentes estudios demuestran que un número creciente de adolescentes asumen como normal un control extremo ejercido por sus novios. Se genera así una subordinación que inevitablemente condicionará sus actitudes futuras.

Ana, Carmen, Elena y Victoria tenían contextos e historias diferentes. Ellas no eligieron ser  víctimas; ellos –los presuntos— sí optaron por ser verdugos. Pero tanto víctimas como victimarios, desde el punto de la dinámica social, reprodujeron una programación cultural tan profunda que se confunde con la pisque individual.

Ninguna de las cuatro mujeres, pese a haber manifestado temores entre sus allegados, había presentado denuncias ni buscado protección. ¿Compasión, amor o una comprensión tan distorsionada de la realidad que anuló su instinto de supervivencia? Y los asesinos –de los que uno se suicidó, como en el 28% de casos similares— ¿actuaron impelidos por un trastorno explosivo intermitente (TEI) o porque su concepto de masculinidad les conminó a matar ante una amenaza –real o percibida— sobre la posesión de su hembra?

Una ‘nueva normalidad’ entre hombres y mujeres exige un esfuerzo global similar al que requiere la lucha contra el cambio climático. Gobiernos e instituciones deben estimular –y forzar, cuando sea necesario— el cambio mediante leyes e iniciativas activas. Los sistemas educativos también son cruciales para fomentar mediante contenidos lectivos y comportamientos un clima escolar igualitario desde la guardería hasta la universidad.

Pero el cambio sólo será real cuando una mayoría lo asuma personalmente y lo aplique en todos ámbitos de su vida. Como padres, dando un ejemplo cotidiano a sus hijos; como empleados, manteniendo una relación igualitaria con sus colegas; como directivos o empresarios, permitiendo que las mujeres puedan compaginar su profesión con la maternidad sin dañar sus aspiraciones. Y cumpliendo la ecuación de a igual trabajo, igual salario.

Es sencillo discernir lo correcto, pero tardamos en actuar. Por eso, no soy muy optimista. Si nos resistimos a detener el calentamiento global, no quiero pensar lo que nos costará a los hombres ceder la primacía de la que nos creemos acreedores…por un simple cromosoma.