La luz de Lourmarin

Camus, el humanista, el amante de la verdad, defendía la responsabilidad personal y los límites en la acción política

Tras cruzar sugerentes viñedos, penetramos en el valle provenzal del Luberon hasta llegar al encantador pueblo de Lourmarin. Rodeado de refrescantes montañas, aquí es fácil soñar con veranos agradables e inviernos tranquilos. La exigua actividad social se concentra en una sola calle. Sentado en cualquier terraza, pronto se controla este apacible microcosmos, aunque pronto entendemos que el Café Gaby es el centro de un panóptico perfecto. En su interior cuelga una fotografía del objetivo de nuestra visita, Albert Camus

El autor de El extranjero buscó en la Provenza un retiro en el que poder escribir tras su enésima crisis de inspiración y confianza. Lourmarin fue su último destino. Era el lugar más bello del mundo, sentenció. Durante años deseó huir de la grisura parisina e instalarse en el luminoso mediodía francés. Siempre buscó el sol. El sol de su infancia en Argelia. El sol de Roma y de Atenas. Estaba convencido de que la luz meridional proyectada sobre su mitificada Grecia había alumbrado la búsqueda de la verdad. También el sol de nuestro país, que de algún modo también fue su país. Escribió en sus Carnets: “A través de aquello en lo que Francia me convirtió, toda mi vida he intentado encontrar lo que España me dejó en la sangre, y que era la verdad”.

El suyo era el pensamiento mediterráneo, el de una pasión moderada por la realidad. El mundo es absurdo, pero vivir vale la pena.  Lourmarin vale la pena. El mistral apenas acaricia la arboleda. El sol brilla en este otoño tan veraniego. Una miríada de minúsculos caracoles blancos conquista toda la vegetación. En la mochila, dos de las últimas biografías publicadas en español sobre nuestro autor. La más intelectual, la de Stephen Eric Bronner, recientemente editada por Página Indómita. La más carnal, la de Virgil Tanese, en Plataforma Editorial. Las dos son magníficas y complementarias.  

Subiendo la estrecha y nada concurrida calle hacia la iglesia, encontramos el caserón, antiguo criadero de gusanos de seda, que el escritor compró un año después de ganar el Premio Nobel, y un año antes de morir. Aunque la calle lleve hoy su nombre, no hay ninguna placa conmemorativa en la fachada. Parece ser que su hija, Catherine, sigue habitando la morada. Seguimos andando sin perturbar ninguna paz. Volvemos al Gaby y recuperamos el hilo de la vida de Camus.  

Amó Italia y a muchas mujeres. Rebelde, nunca revolucionario, nunca marxista. No fue un gran filósofo, pero sí el mejor moralista. Se ubicaba en la izquierda -“a pesar de mí y a pesar de ella”- y no era creyente, pero sus mejores intuiciones eran liberales, y su espiritualidad, cristiana. Defendió la libertad individual y la justicia social, y se enemistó con los dos bloques. Aquella también fue una época de polarización y, por lo tanto, de falsedad. Hoy, como entonces, se exhiben ante nosotros no pocas víctimas fake, las del postureo (in)moral. Camus escribió en La caída: “mucha gente se sube ahora a la cruz únicamente para que se la vea desde más lejos, y no le importa que para ello tenga que pisotear al que se encuentra allí desde hace tanto tiempo”.  

Reprobó a esa izquierda que justificaba cualquier medio en nombre de la revolución, la mentira sistemática del comunismo. Aborreció al pelota de Moscú, al Calígula arrogante y cínico, y a su pandilla de ambiciosos mediocres. La hipocresía de la intelectualidad parisina le corroía las entrañas. Camus, el humanista, el amante de la verdad, defendía la responsabilidad personal y los límites en la acción política. Ninguna abstracción merece el sacrificio de una vida inocente.  

Y en Lourmarin uno sentía y siente los valores concretos de la vida. Sin embargo, lo absurdo estalla cuando menos se espera. El 4 de enero de 1960, el vehículo con el que se dirigía a París colisionaba contra un árbol. Su familia había tomado el tren. Su editor, Michel Gallimard, sobrevive (cinco días) al accidente; él, no. Muere en el acto y a los 46 años. Entre su equipaje encontraron las ciento cuarenta hojas del inacabado El primer hombre

Se hace tarde. A medio camino entre el pueblo y el castillo giro a la izquierda. Y me encuentro ante la tumba, la tumba más austera del más austero de los cementerios. Allí reposa Camus, quien nació en la pobreza y vivió en la verdad política y la infidelidad matrimonial. No obstante, a su lado está enterrada la sufriente Francine, la única mujer que no le fue circunstancial. Es la víspera de Todos los Santos, pero Camus nunca fue un santo. Oscurece. Anochece. Es hora de volver al pueblo.