La locura de Cacaolat

 

El juez aún no ha entregado las llaves de Cacaolat. Es el capítulo 11.823 del culebrón jurídico-empresarial de moda en Catalunya. Hace unos meses, entre viñedos y palacetes, se acordó que Sol Daurella, Demetrio Carceller y Luis Victory pujarían por la firma de batidos con (a trazo grueso) 151 millones de euros. El dictamen favorable del juez Javier Fernández, imprevisible e innovador él, llenó de satisfacción a los tres fantásticos: Cacaolat volvía a ser plenamente catalana. O no…

Entre burbujas, este viernes, supimos que los otros dos competidores siguen esperando, semanas ha, que les devuelvan los más de 700.000 euros entregados como depósito para participar en la subasta. Con las garantías que aportaron Damm-Cobega, Vichy Catalán y Central Lechera Asturiana, por encima de los dos millones en conjunto, Cacaolat siguió vivo durante el proceso judicial.

Ahora sus constantes caen bajo la presión de la confusión judicial, que espanta hasta a las mayores fortunas catalanas. Mientras los batidos esperan, Daurella ha echado mano del talonario para expandir su imperio de refrescos a Portugal. Carceller, por su lado, sigue firme en la particular guerra accionarial entre Sacyr y Repsol, y compra en sus cinco minutos libres la cadena de restaurantes de comida rápida Rodilla. Es, por lo tanto, la incertidumbre la que ahoga a Cacaolat, como al resto del país. El principal activo pierde valor cada día y complica sobremanera rentabilizar esos 151 millones de euros: la marca cae en el olvido.

Es cierto que hay una discusión inmobiliaria en ciernes relativa al alquiler de las instalaciones de Cacaolat en Poblenou (Barcelona). Son sólo minucias al lado del embrollo real de la cuestión. Esta semana, los administradores concursales de Clesa han culminado un informe con el que argumentan sus dudas sobre la segregación de la firma catalana del imperio de los Ruiz-Mateos, Clesa, hace poco más de tres años. Probablemente la adjudicación de Fernández es intachable, pero el ámbito judicial tiene sus biorritmos y tardará en borrar cualquier elemento sombrío. Los acreedores concursales de Clesa, listos ellos, han suscrito un informe en el que se lee que “preferirían que esa segregación nunca se hubiera producido”.

Entre tanto, cabe preguntarse: ¿Cómo es posible que hasta tres jueces (el de Cacaolat, el de Clesa y el del Tribunal Supremo) no hayan podido ponerse de acuerdo sobre la legitimidad de una venta? Y los administradores concursales, ¿qué papel han desempeñado y por qué los de Clesa se descuelgan ahora con este informe? Así que, ¿alguien pagaría 151 millones de euros si no tuviera la seguridad de que la adjudicación de Cacaolat es firme e irrevocable? La abeja huele a tufo…

Desgraciadamente, 28 años después de la polémica expropiación de Rumasa, José María Ruiz-Mateos volvió a incurrir en las mismas prácticas que causaron la intervención pública del holding empresarial. Creó un grupo basado en el fuerte endeudamiento, con una estructura muy poco transparente y con operaciones heterodoxas, como el traspaso de fondos entre compañías. El patriarca jerezano tropezó en la misma piedra.

Ruiz-Mateos volvió a repetir muchas de las prácticas que motivaron que Miguel Boyer ordenara la expropiación de Rumasa el 23 de febrero de 1983. No es anecdótico, por otro lado, que las principales compañías del holding estuvieran controladas por sociedades radicadas en paraísos fiscales como Curaçao, Belice y otros lugares. El modelo tiene nombre, se llama dutch sándwich, y permite hacer grandes negocios con una reducida inversión, mínimo pago de impuestos y un patrimonio opaco siempre a salvo de la Justicia. Cacaolat era una pieza más en este rompecabezas y los acreedores de Clesa aprovechan esta monumental locura para una última intentona judicial que les permita arañar algo de la deuda. Veremos si el juez les hace caso.

La separación de Cacaolat se produjo dos años antes de que el conglomerado de la nueva abeja acabara con los libros en el juzgado y, efectivamente, podría anularse. Ruiz-Mateos, que ya veía cómo subía el agua, ofreció antes los batidos por 180 millones de euros a algunos de los postores ahora interesados. Se levantaron de la mesa. Luego quiso una colocación en bolsa, también por tres cifras. Desistió. La CNMV hubiera sido implacable. Así que hizo la separación sin más y vendió el 5% a Esteve Cavaller, que compró la porción por nueve millones pagados con un cheque a nombre de Cacaolat, SA y no de Clesa, poseedora de las acciones.

Este capítulo acaba con más preguntas: ¿Por qué se valoró Cacaolat contando con material propiedad de Clesa que, además, es inutilizable por su antigüedad? ¿Los administradores concursales tasaron, por lo tanto, adecuadamente Cacaolat? Si hay que repetir el concurso, con todas las cartas descubiertas tras la última subasta, ¿los participantes mantendrán la misma oferta teniendo en cuenta que los activos cada día valen menos? Si Clesa admite que no dispone de dinero para operar con Cacaolat y que debería convocar un nuevo proceso muy a la baja, ¿de qué tamaño es el boquete de los Ruiz-Mateos como para que sus acreedores prefieran las limosnas?

Por último, una maldad: ¿Mas y Soriano han pensado en ofrecer Spanair a los tres fantásticos? Tienen 151 millones parados, uno más que el jeque de Qatar.

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