La lengua del imperio

En todos los estados democráticos multilingües del mundo se respeta la pluralidad. En España, no. El problema arranca de la misma Constitución de 1978, que convirtió, o mejor dicho, reafirmó el español como lengua única del Estado. Según esa Constitución, España no es multilingüe, sólo lo son las autonomías con lengua propia. O sea que, según dicho criterio, la parte es multilingüe y en cambio el todo no lo es. Una aberración que genera iniquidad y eternos y cansinos debates sobre la salud del todo —el español— sin prestar atención a lo que le pasa a la parte, que, por lo que se ve, no quita el sueño a los nacionalistas españoles.

Es bastante sabido que los españoles “de verdad” son monolingües por vocación e inclinación. A menudo creen que “su” idioma es tan importante en el mundo que no necesitan saber ningún otro. Y la prueba está en las altas instancias del Estado: todos los jefes de gobierno desde la restauración de la democracia a la muerte de Franco han sido monolingües. No hablaban otro idioma que no fuese el español. Ni una palabra de catalán o vascuence o gallego (aunque puede que Rajoy lo chapurreé cómo lo hacia Fraga Iribarne). Sólo Aznar se tomó la molestia de aprender un poquito de inglés, pero lo aprendió para poder poner los pies sobre la mesa en el despacho de George W. Bush. El inglés de su mujer ya sabemos que es de chiste después de su maravilloso hit “Relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor”.

El nacionalismo lingüístico español es, pues, espectacular. Lo demostró también el rey Felipe VI en el acto de su coronación, cuando no siguió el ejemplo de su pariente, el séptimo rey de los belgas, quien también se llama Felipe, que pronunció su discurso de coronación con los tres idiomas oficiales de su Estado: francés, flamenco y alemán. Y lo hizo con la misma fluidez con la que habla el inglés. El rey de España sólo habla catalán, por ejemplo, cuando se traslada a Catalunya pero no lo usa en las instituciones españolas para no ofender a los oídos monolingües de los castellanoparlantes. Esa es, precisamente, la diferencia entre Bélgica y España. En Bélgica el Estado es multilingüe, lo que por otra parte no le ahorra conflictos internos, mientras que en España el Estado es cazurramente monolingüe, lo que provoca conflictos y una clara discriminación para con los ciudadanos que llaman “periféricos”.

La derivación perversa de ese modelo lingüístico español, que es propio de la antigua mentalidad imperialista que destruyó lenguas por doquier (en Latinoamérica especialmente), es que en España son las comunidades autónomas las encargadas de regular y preservar el idioma propio. Y es entonces cuando empieza el problema. Bueno, problema, problema, no, porque las “guerras” lingüísticas sólo anidan en la mente de ciertos políticos y de sus agoreros, con los que comparten sentimientos españolistas, que se dedican a defender la “españolización” de los territorios (ellos los llaman regiones) sediciosos, lo que refleja una mentalidad raquítica y miserable que alimenta conflictos artificialmente.

Cualquier país del mundo estaría preocupado con las informaciones que aseguran que el 88% de la población catalana dice tener un alto nivel de conocimiento (entenderlo, hablarlo, leerlo y escribirlo) del español, un porcentaje que casi duplica el del catalán (45%). Seguro que a un ciudadano de Guadalajara, pongamos por caso, le preocuparían estos porcentajes si correspondiesen al conocimiento del español. Los españolistas se pondrían, además, de los nervios.

Ante la falta de protección del Estado a las lenguas de sus “nacionalidades” (que la Constitución no enumera ni designa por su nombre, cosa bastante absurda), en cada una de ellas se ha adoptado un modelo lingüístico escolar distinto. En las nacionalidades donde se habla el catalán sólo en Catalunya se acordó un modelo de inmersión. Lo defendieron las izquierdas (especialmente los comunistas) con una fuerza tan inusitada y convincente que derrotó los recelos de los nacionalistas catalanes, que habían propuesto un modelo parecido al vasco.

La inmersión se planteó para que el catalán avanzase y el español continuase siendo una lengua de Catalunya.
Esa es la realidad plural que aún hoy en día sigue funcionando, lo que no se puede decir del País Valenciano ni de las Islas Baleares, dónde el catalán está marginado y arrinconado por las administraciones públicas dominadas por el PP desde hace años. No he oído nunca a ningún españolista catalán, sea derechas o de izquierdas, que le preocupe un pimiento esa situación de persecución. Si un día algún padre catalanoparlante consiguiese que un tribunal se manifestase a favor de algunas de las muchas reclamaciones desatendidas por la justicia, o que el ministerio español que dirige Wert pidiese a la Generalitat Valenciana o al Govern de les Illes 6.057 euros por cada alumno escolarizado en catalán en una escuela privada, que es lo que pretende en Catalunya pero al revés, seguro que esos españolistas catalanes que se hacen llamar sociedad civil pondrían el grito en el cielo.

La ley de normalización lingüística de 1983 se basaba en algo que los españolistas rechazan de plano, que el catalán era –y es- la lengua nacional de Catalunya. Otra cosa es lo que hablen los catalanes. En Catalunya, donde la mayoría de la gente entiende el país como una nación distinta a la española, pasa lo mismo que en los EEUU, que los latinos prefieren el inglés al español para desarrollarse en su país aunque no renuncien a su idioma materno y lo sigan hablando con normalidad en la calle. Según una estadística de 2011: el 13% de la población castellanohablante había adoptado el catalán como lengua propia y habitual. Unas 800.000 personas, en total, lo que no está nada mal.

En fin, la inmersión lingüística es uno de los mayores logros de sociedad catalana y la prueba está en que la “guerra” de lenguas sólo se da en muy pocos centros, en aquellos donde los extremistas consiguen convencer a unos pocos padres para que aíslen a sus hijos de la comunidad. Esos extremistas, ya sean liberales, ya sean colectivistas, les meten en la cabeza que en Catalunya lo que debe primar en materia de educación es la “libertad” de los padres para elegir la lengua vehicular. ¿En qué Estado del mundo se da una cosa semejante? ¿Qué país negocia con los ciudadanos el idioma de la escuela? Sólo los que conciben Catalunya como una simple región de España les parecerán extemporáneas preguntas de este tipo. En ningún centro educativo belga son los padres quienes eligen el idioma vehicular.

Así pues, la “batalla” lingüística se ha convertido también en otra poderosa razón para reclamar la independencia de Catalunya. Con un Estado propio, todos los catalanes, y Catalunya, podremos ser realmente multilingües sin discutir permanentemente qué somos y por qué somos de una determinada manera. Soy de los que piensa que en una Catalunya independiente, el español será un idioma tan propio de los catalanes como lo es el catalán, cosa que no ocurre ni por asomo en la España “constitucional” con el catalán, el vascuence o el gallego. El multilingüismo es, como difunde muy bien la Unesco, la solución a los conflictos lingüísticos. Son los monolingües los que se angustian por su falta de entendederas.

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