La lengua de las vanidosas
Detrás de la política lingüística catalana de los últimos treinta años no existe un fundamento científico sólido, sino más bien una amalgama de cuestionables hipótesis sociológicas y teorías filosóficas
Para tratar de entender con un mínimo de fundamento el caldo de cultivo que ha obligado a la Asamblea por una Escuela Bilingüe (AEB) a presentar una denuncia contra la dirección de la escuela Turó del Drac de Canet de Mar por ignorar su obligación legal de aplicar la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) que exige impartir al menos un 25% de clases en español en una localidad de España, es necesario remontarse a los antecedentes ideológicos que han desembocado en esa unidad de desatino en lo universal apodada normalización lingüística.
Y para ello, no hay nadie mejor en el que fijarse que en Jordi Pujol i Soley, cuyos años de formación en el Colegio Alemán Barcelona imprimió en él sin duda un conjunto de ideas de origen germánico que en buena parte fueron los mimbres con los que elaboró su visión del mundo. Una de las principales podría resumirse en su creencia de que «eres lo que hablas».
La fortaleza de esta convicción fue central en su política, al punto de convertirse en el material con el que se hicieron los bloques de construcción nacional del pujolismo, como se puso de manifiesto en la declaración de principios 1997 de la Associació per a les Noves Bases de Manresa, que contenía esta piedra de toque, clave en la proyección de la metafísica catalanista en su derivación política: «La lengua no es un mero instrumento de comunicación, sino también una manera de ver el mundo, un lugar donde se configuran mitos y deseos, una casa que ayuda a convertir en pueblo a quienes la habitan».
Reduccionismo de la cultura
La idea de que el lenguaje que hablamos moldea la forma en que interpretamos la realidad se ha convertido desde hace mucho en la superstición subyacente en el canon catalanista, que podemos calificar como un reduccionismo de la cultura a la lengua basado en pensar que la identidad entre un pensamiento y un hecho particular depende, más que de sus relaciones con otros pensamientos, de su carácter lingüístico, es decir, es la codificación lingüística que se use para describir el hecho la que determina las representaciones mentales, lo que confiere a sus hablantes un horizonte de comprensión particular para descifrar y dar sentido al mundo más allá de las apariencias.
Dicho de otro modo, quienes conciben el lenguaje en estos términos, lo entienden como algo a priori que no depende de la experiencia, y que trasciende por lo tanto lo meramente representacional, por lo que los conceptos, los ideales, y las creencias son transformativos, ya que se construyen sobre estos con independencia de la realidad que nos rodea. Esto significa que una lengua nacional no se limita a comunicar cosas conocibles, sino que es una entidad de comunicación que acarrea cualidades que determinan y transforman la mentalidad de quienes la usan.
Que la consecuencia última de estos dogmas conduzca a un solipsismo a la Wittgenstein (en el sentido de que si los límites del lenguaje indican los límites de mi mundo, el sujeto lingüístico es de facto una clausura que nos confina de otras cosmovisiones, y que por lo tanto tiende a crear fragmentación e individuación, y en última instancia a la emergencia de lenguajes privados, un argumento refutado por el propio Wittgenstein) no parece que sea causa de preocupación entre sus defensores, convencidos de la nobleza del buen salvaje lingüístico, y para quienes, por lo tanto, el que los idiomas evolucionen dinámica y arbitrariamente por influencias externas, de acuerdo con las necesidades particulares y culturales de sus hablantes, es más un vicio que una virtud. Como lo es el hecho de que al hacer uso de la lengua como herramienta de cohesión, se cohesiona tanto como se discrimina. La situación actual en los países bálticos a este respecto es paradigmática.
La razón práctica tiene más peso que la pura
Pero en esta, como en otras esferas del catalanismo político más esencialista, la razón práctica tiene más peso que la razón pura. Lo que cuentan son los resultados tangibles en el avance de la construcción nacional, y para ello, lo emocional es más efectivo que lo racional. Esto es algo de lo que Jordi Pujol i Soley fue plenamente consciente desde sus inicios políticos. El que sería futuro presidente de la Generalitat de Catalunya estuvo expuesto a la filosofía romántica alemana de Herder y von Humboldt, ideológicos del nacionalismo político-lingüístico basado en la premisa de la existencia de la identificación entre la lengua y el espíritu del pueblo que conlleva una segmentación de la realidad a través de estructuras semánticas que enmarcan una visión única del mundo entre sus parlantes, que en su interpretación más radical excluye que estos sean capaces de concebir conceptos que no forman parte del léxico de su lengua vernácula.
Este movimiento romántico alemán enfatizó la importancia de las diferencias culturales, afirmando que las identidades fundadas en ellas eran más auténticas que la adscripción al internacionalismo. La propagación de tales sentimientos fue en buena medida una reacción conservadora a la creciente influencia de los ideales racionalistas de la Ilustración. El espíritu particularista desarrolló el nuevo culto romántico de la identidad etnocultural: era la cultura la que definía la nación, otorgándole su propia identidad y conciencia colectiva a través del lenguaje, transmisor de los valores únicos, inmutables e inintercambiables de la etnia nacional.
Tras esta concepción relativista de lo cultural, se esconde sin gran disimulo el trasfondo de un supremacismo culturalista, por cuanto supone la existencia de ideas y pensamientos idiosincráticos que son semánticamente inaccesibles para los hablantes de otras lenguas que, por implicación, estarían ortográfica y léxicamente en una esfera gnoseológica diferente. Bajo esta perspectiva, la importancia del lenguaje a la hora de determinar los procesos de estructuración social, radica en su utilidad como arma de doble filo, que funciona como articuladora de la concienciación interna a la vez que como aislante de influencias externas, lo que inexorablemente tiende a la uniformidad lingüística y a que el bilingüismo simétrico sea un anatema, por cuanto dificulta que los catalanes se descubran a sí mismos en la lengua.
El caso catalán no es único en este aspecto, ya que no faltan precedentes históricos recientes de países modernos que han utilizado la hipostatación de la lengua en sus proyectos de construcción nacional. Tal es el caso de Finlandia, que impulsó el uso finés allí donde el ruso y el sueco habían sido dominantes, y similarmente Noruega, cuya intelectualidad propició un surgimiento nacionalista por medio de una nueva gramática noruega que rompía con el hasta entonces generalizado uso del danés escrito.
Estos esfuerzos no pasaron desapercibidos para el catalán Pompeu Fabra i Poch, un filólogo amateur que en 1912 editó una gramática de la lengua catalana, y posteriormente un diccionario ortográfico, que sentaron las bases de la normalización lingüística del catalán, un proceso que continúa en nuestros días, gracias al cual se ha conferido una gran influencia social y política a los profesionales de la palabra, como escritores, filólogos, educadores y funcionarios dispensadores de certificaciones lingüísticas, que se corresponde a la importancia que la cosificación y la fenomenología de la lengua tiene para el proyecto nacionalista catalán.
Fervor religioso
Sin embargo, si bien la identidad nacional catalana está integralmente definida en clave lingüística, gracias a un nivel de veneración a la lengua propia rayana en el fervor religioso, la discriminación positiva en favor del monolingüismo no es en realidad un requisito imprescindible para la preservación de la identidad nacional ni existe una conexión causal entre lengua y cultura, tal y como podemos comprobar en los casos escocés, irlandés o judío, entre otros.
Como hemos ido viendo, la intelligentsia catalana ha llevado a cabo un esfuerzo enciclopédico por adaptar teorías ideológicas al marco de la causa catalana, para darle un marchamo intelectual basado en la correlación de diversas corrientes y credos y el catalanismo, encajando sus principios generales en el particularismo nacionalista, demostrando lo acertado de las tesis de Benedict Anderson acerca de los usos del primordialismo.
En este caso lingüístico (que la lengua precede a los constructos socioculturales), en la invención de comunidades imaginarias, y el predicamento que el lingüista estadounidense Benjamin Whorf ha tenido entre las élites intelectuales catalanas, como podemos comprobar comparando el texto de la Associació per a les Noves Bases de Manresa que encontramos al principio de este capítulo con las palabras escritas por Whorf 1956 en su obra Lenguaje, pensamiento y realidad, donde afirma que: «[…] El sistema lingüístico de fondo (en otras palabras, la gramática) de cada lenguaje no es simplemente un instrumento de reproducción para expresar ideas, sino que es en sí mismo el modelador de ideas […] diseccionamos la naturaleza siguiendo las líneas establecidas por nuestros idiomas nativos […]».
Defender el relativismo lingüístico ontológico a ultranza nos llevaría al absurdo de creer que cada lengua es en sí y de por sí una teoría de la realidad
Por más que las teorías de Whorf y discípulos suyos como Edward Sapir hayan sido desprestigiadas por los lingüistas contemporáneos, sus preceptos, así como los de Humboldt y Herder, siguen plenamente vigentes en Cataluña, incluso a nivel popular, a pesar de la evidencia de que aunque los diversos sistemas gramaticales recogen implementaciones diferenciadas de conceptos como alegría, sed, o muerte, más un número variable de sinónimos de los mismos, cada uno de los cuales aporta matices semánticos, esto no convierte estas diferencias en el obstáculo sistemático que el relativismo lingüístico tan del gusto de sus partidarios catalanes sugiere, por cuanto no hay una intraducibilidad a priori de un sistema gramatical a otro mediante técnicas banales de lingüística comparativa.
Defender el relativismo lingüístico ontológico a ultranza nos llevaría al absurdo de creer que cada lengua es en sí y de por sí una teoría de la realidad, cuyas referencias son inescrutables al no estar fijadas por hechos observacionales, haciendo la traducción indeterminable, incluso entre hablantes de dialectos de un mismo idioma, algo a todas luces absurdo y que contradice la realidad. En la práctica, si bien todo enunciado tiene un elemento de proceso subjetivo al tener un significado determinado para un receptor dado, dicho enunciado es al mismo tiempo un proceso social, ya que está dotado de un significado grupal y consuetudinario, que cambia dinámicamente al ritmo del progreso social. Lo mismo cabe decir cuando transmitimos ideas entre hablantes de lenguajes completamente diferentes o en diferentes estados de evolución.
Si tomamos como ejemplo el estado actual del lenguaje sefardí, que se escindió de su matriz española hace quinientos años, observaremos que contiene palabras y expresiones conservadas desde la época de la expulsión de los judíos en 1492, recursos gramaticales que entrañan experiencias, creencias culturales y valores antiguos, que no tienen correlación alguna con el mundo contemporáneo, sin que la pérdida de vigencia del léxico sefardí conlleve una impedancia comunicativa determinada por proceder de cosmovisiones arcaicas. Su lengua refleja aspectos de la situación social de un periodo histórico concreto, pero ni crea ni determina la situación actual ni la mentalidad de los sefardíes contemporáneos, sencillamente porque no existe una unidad dialéctica entre lengua y pensamiento.
No parece pues que detrás de la política lingüística catalana de los últimos treinta años exista un fundamento científico sólido, sino más bien una amalgama de cuestionables hipótesis sociológicas y teorías filosóficas del lenguaje que sirven para darle una pátina intelectual a una estructura de control social y político que se desdobla como una industria pública de la que viven decenas de miles de personas en Cataluña, que controlan los procesos iniciáticos -debidamente acreditados- que deben superar quienes aspiran subir en las escaleras mecánicas del ascenso social en Cataluña.