La inflación nacionalista

Al contrario que Andalucía, Madrid o Galicia, la política catalana sigue ensimismada. La inflación económica empobrece a las familias y a las empresas, y la inflación nacionalista impide su recuperación

Hubo una época, tras el estrepitoso fracaso del tripartit, en la cual la sociedad catalana anhelaba buena gestión y políticos preparados. El entonces presidente de la Generalitat, Artur Mas, entendió el signo de los tiempos y etiquetó a su primer gobierno como el “govern dels millors”. Nunca anduvo escaso de soberbia, pero es que en aquella corta legislatura sus consellers mejoraban lo que habíamos sufrido y, sobre todo, lo que pronto íbamos a sufrir.

Y es que Mas no tardaría en sumarse a la moda populista, sustituyendo el catalanismo pactista por la épica separatista. Se subió a los lomos de un tigre que le acabaría devorado. El nacionalismo entró en una deriva antimeritocrática, en un bucle autodestructivo. El premio dejó de ser para el conocimiento y la experiencia, otorgándose ahora a la radicalidad e, incluso, al frikismo. Todo fue degenerando, de Carles Puigdemont a Quim Torra, y de este a la actual líder espiritual del movimiento, Laura Borràs, imputada por una corrupción de la más baja estofa.

Si era uno di noi, todo se perdonaba: corruptelas, mala gestión e, incluso, merodear las peores compañías. Todo se justificaba por la causa. No había medio malo para ese fin. Y, así, se acercaron al Kremlin y se alejaron de la realidad. La decadencia catalana tiene padre, el nacionalismo, y tiene madre, la izquierda. La conjunción antiliberal, la hegemonía cultural cupaire, dictaba impuestos altos y barreras burocráticas para financiar la fiesta e impedir la competencia. Los referentes de la televisión pública no eran emprendedores o académicos, sino antiguos miembros de Terra Lliure, nacionalcomunistas y tertulianas tan caras como histriónicas. Eran los antivalores que algún día hicieron de Cataluña la vanguardia económica y cultural. Y ahora sufrimos la resaca, el precio de aquella mediocridad. La fábrica de baterías de Volkswagen se va a Sagunto. De aquellos gestos, este declive.

El sorpasso económico de la Comunidad de Madrid a Cataluña se ha consolidado. Efecto capitalidad, dice el argumentario indepe, pero Andalucía lo desmiente. Tradicionalmente ridiculizada por el nacionalismo del Palace, la comunidad liderada por Juanma Moreno va como un tiro. Esta semana Economía Digital publicaba un reportaje que debería hacer reflexionar a la elite económica catalana, ya que evidencia que no es el efecto capitalidad, sino la calidad del gobierno el factor determinante.

El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, y el conseller de Salud, Josep Maria Argimon (d),en el pleno del Parlament. EFE/Marta Pérez

El periodista Sergio Martín de Vidales recopilaba datos, comparaba y concluía que Andalucía ya supera en dinamismo empresarial a Cataluña: más autónomos, más nuevas empresas, más nuevas hipotecas. La política fiscal inteligente es clave: bajaron los impuestos y favorecieron la inversión. No es extraño, pues, que Alberto Núñez Feijóo haya elegido al consejero de Hacienda andaluz, Juan Bravo, como nuevo vicesecretario de Economía del Partido Popular.

Andalucía, como Madrid o Galicia, se ha convertido en un buen ejemplo, pero la política catalana sigue ensimismada. A pesar de trágicos acontecimientos como la pandemia del coronavirus o la invasión de Ucrania, a la política catalana le cuesta cambiar de tercio. Sigue atrapada en el monismo procesista. Solo importa la pureza y en una sola cuestión, la identitaria. La inflación económica empobrece a las familias y a las empresas, y la inflación nacionalista impide su recuperación.

Es cierto que Pere Aragonès no es un activista pancartero como sus antecesores, pero su lógica política es la misma. No grita, pero tampoco corrige. Por esta razón, el horizonte sigue lleno de nubarrones. La deuda pública de Cataluña es la más elevada de España (82.000 millones) y no deja de subir, mientras la andaluza es menos de la mitad (37.000) y ya se está reduciendo. Los hijos de los hijos de nuestros hijos seguirán pagando la broma amarilla. Ojalá no sea como la de David Foster Wallace, infinita.