La inflación ideológica
Al gobierno más caro de la historia no le pasa por la cabeza reducir la inflación política
La inflación es el ladrón invisible. Nos roba los ahorros. Nos roba el poder adquisitivo. Nos roba la calidad de vida. Frena la inversión y destruye la competitividad. Los precios suben, porque el valor de la moneda baja. Buscamos causas en la pandemia y las cadenas de suministro rotas, la guerra de Putin y el precio del gas, pero también las encontraremos en la impresión de billetes.
“La inflación es un impuesto sin legislación”, apuntó Milton Friedman. Ya lo sabían los sabios de la Escuela de Salamanca. El Estado ingresa más en IRPF e IVA. Hasta el mes de julio recaudó 146.235 millones de euros por pago de impuestos, es decir, 22.283 millones más de lo que ingresó en el mismo periodo el pasado año.
El incremento desbocado de los precios nos ha pillado con el gobierno de la inflación ideológica, con los valores invertidos, las ideas equivocadas y los peores socios
La inflación tiene graves consecuencias económicas, pero también sociales y políticas. La expectativa de empobrecimiento provoca angustia y desafección hacia las instituciones. La democracia se resiente, y los demagogos se frotan las manos. La inflación es madre de oportunistas sin escrúpulos y de ideologías sin ética. En el terreno abonado por la crisis financiera de 2008 germinaron populismos de izquierda, derecha y periferia. Arrastraron al fango de las bajas pasiones a partidos históricos, a saber, los tories británicos y los socialistas españoles.
Hoy este fenómeno monetario amenaza con una nueva oleada de malas ideas. La izquierda española, sin ir más lejos, puede defender con vehemencia un principio y su contrario, pero no está ideológicamente preparada para hacer frente a la actual situación. El despiste intelectual es atroz. Si tuvieran el control de un banco central, estarían, sin duda, dándole a la manivela argentina. Nos ahogarían en un océano de liquidez. Nos aplastarían bajo una montaña de papel. Agravarían el problema e intentarían controlar los precios. Y provocarían escasez y, como reconoció el candidato Pedro Sánchez al hablar de sus futuros socios, nos llevarían de cabeza a “las cartillas de racionamiento”.
En sus marcos mentales no existen las respuestas acertadas. La complejidad no cabe en un tuit, menos en una pancarta. Al gobierno más caro de la historia no le pasa por la cabeza reducir la inflación política. Racionalizar la administración pública, eliminar duplicidades y acabar con el gasto ideológico y partidista. Derrochan en campañas que son memes. Y atacan furibundos a quienes demuestran que se puede gobernar mucho mejor. Andalucía sigue la estela de Madrid. Galicia y Murcia también reducen la fiscalidad. El Partido Popular anuncia y aprueba bajadas de impuestos en sus comunidades autónomas. Ese es el camino: más competitividad y más trabajo para recuperar la senda de la prosperidad.
Pero no, el gobierno de Sánchez se atrinchera en el torreón de la pésima política, aprueba un despilfarro histórico para 2023 e inventa nuevos gravámenes. Se emperra en demostrar que la inflación no solo destruye la economía, sino también la inteligencia y la moral. Castigarán a quienes pueden invertir y crear empleo. Y seguirán insultando a quienes planteen otras vías. Los ministros de Sánchez han salido en tromba a atacar al presidente de Andalucía, Juanma Moreno, por eliminar el impuesto de patrimonio. También los socios sanchistas se abonan a la falacia del dumping. En Cataluña, los independistas mantienen la fiscalidad más elevada y el mayor número de impuestos propios, atacan a Madrid y Andalucía, y parecen clamar por una recentralización. Cosas veredes.
Socialistas e independentistas ya no solo pactan. Están en convergencia espiritual. Atacan a quienes defienden propuestas de prosperidad y también a quienes defienden la libertad y el bilingüismo en las escuelas de Cataluña. La ministra de Educación, ataviada de amarillo, también habla y piensa en amarillo. Sobre los manifestantes a favor de la escuela bilingüe que el pasado domingo salimos a las calles de Barcelona, la ministra dijo que “fueron a Cataluña con el único objetivo de arengar la división y el enfrentamiento”. No, señora, no fuimos a Cataluña, porque ya estábamos en Cataluña. Somos catalanes, aunque usted y las expresidentas del Parlament no se lo crean.
No ha sido la única ministra que esta semana ha salido del Congreso ‘coroná’. La empanada ideológica es tal que algún día tenía que pasar lo que le acabó pasando a Irene Montero. La ministra de Igualdad se esfuerza tanto en aparentar indignación que no le quedan energías para pensar lo que está diciendo. Su reciente y apasionada defensa de las prácticas sexuales (consentidas) con “los niños, las niñas y les niñes” podría parecer un lapsus o un trabalenguas mal ejecutado, pero a estas horas aún no ha salido a matizar o rectificar. Se han distanciado tanto del sentido común que uno ya no sabe qué pensar.
En el horizonte solo habría oscuros nubarrones si las encuestas no señalaran que la sociedad española se sitúa ya en una era post-populista. Esta ya sabe cuál es el precio del sanchismo y, en general, no quiere volverlo a pagar. Los barones socialistas, como Emiliano García-Page, empiezan a desmarcarse como se desmarcaron de José Luís Rodríguez Zapatero en 2010. No lo hacen por convicción, sino por un interés puramente electoral. Ellos, por acción u omisión, también han sido parte del problema. En definitiva, el incremento desbocado de los precios nos ha pillado con el gobierno de la inflación ideológica, con los valores invertidos, las ideas equivocadas y los peores socios.