La impotencia como discurso político

Algunos políticos que aspiran al poder han comprobado el beneficio que aporta la queja continua y los beneficios que supone gestionar la impotencia

Primero fue la queja y ahora es la instrumentalización de la impotencia  la que gobierna la mentalidad política del momento. Una parte de la clase política ha detectado que es más rentable mostrar públicamente su impotencia para abordar un problema que afrontar el precio de actuar bajo el riesgo a equivocarse.

La impotencia convertida en potencia política se da cuando el político se percata de que es más rentable denunciar que otros impiden hacer las cosas, antes de que la opinión pública sepa que no va a llevar a término aquello que prometió  a sus electores.

El político ve más efectivo el lamento y la crítica que asumir la responsabilidad

Es un simulacro político tan habitual y tan retroalimentado desde la política que es percibido como lícito por quienes lo alentaron, incluso por los ciudadanos.

Las declaraciones de Matteo Salvini tras el hundimiento del puente de Génova, con treinta y ocho  víctimas, en las que culpaba a la Unión Europea evidencia que el político ve más efectivo el lamento y la crítica que  asumir la responsabilidad ante lo ocurrido.

Mirar a otro lado es la tendencia predilecta de muchos políticos que muestran todo su poder cuando no representa ningún beneficio a los ciudadanos y se ocultan tras él cuando ocurre una desgracia.

Marine Le Pen o Matteo Salvini son ejemplos de cómo la impotencia puede convertirse en un discurso populista

La estrategia de Saviani de culpabilizar a Europa, “si las limitaciones externas nos impiden gastar para tener carreteras seguras y escuelas, realmente hay que cuestionarse si tiene sentido seguir las reglas”, a los inmigrantes, a los refugiados, a la oposición,  a los medios de comunicación o a Pedro Sánchez de los males que aquejan a Italia permite orientar la impotencia para convertirla en discurso populista y, consecuentemente, en votos.

Otro ejemplo de utilizar la impotencia como discurso político lo podemos encontrar en la estrategia de Marine Le Pen que ha hecho de la queja todo un planteamiento político capaz de convertirla en la mejor expresión de patriotismo francés.

A medida de que el poder se va descomponiendo en finas capas de arriba a abajo,  desde la Unión Europea hasta los ayuntamientos, algunos políticos que aspiran al poder han comprobado, ya sean populistas o no, el beneficio que aporta  la queja continua y los beneficios que supone gestionar la impotencia cuando llegan a él;  siempre hay la posibilidad de culpar a una instancia superior.

La queja como discurso político para conseguir votos fue una herramienta del nacionalismo

El presidente de Cantabria, Miguel Ángel Revilla, es un buen ejemplo de exponente político que utiliza la queja como vehículo populista, leyendo en platós de televisión cartas dirigidas al que fuera presidente del  Gobierno, Mariano Rajoy, desvelando demandas solicitadas desde Cantabria y promesas incumplidas del Gobierno de España.

Utilizando la misma estrategia tenemos la figura política de Yanis Varoufakis. Tras su fracaso político en Grecia, Varoufakis ha construido todo una teoría sobre los males del mundo en las que no da cabida a la autocrítica. En el 2015, Emiliano Baggiani, líder del movimiento Toscana Stato, declaraba: “El problema es Roma y los romanos. Todos roban allí. Siempre lo han hecho.

La impotencia independentista

Roban los romanos cuando eran un Imperio, lo siguieron haciendo siendo Estado Papal, y ahora nos obligan a seguir dentro de un país que no existe, Italia”.

La queja como método y discurso político para conseguir votos que fue tan utilizada por los nacionalismos, con claros  exponentes de esta secular forma de hacer política como ha sido el nacionalismo catalán, el vasco, el valenciano, el balear,  el andaluz, entre otros, ha evolucionado de la gestión de la queja a la gestión actual de la impotencia.

Uno de los más claros exponentes es el independentismo político catalán,  ahora en las instituciones. La impotencia como discurso político,  que en otras fases de la historia del siglo XX hubiera condenado al ostracismo al político que la utilizara como herramienta,  ahora se alza como la mejor expresión de la nueva política.

Ahora, lo esencial es declarar que no podemos hacer las cosas por culpa del otro porque representa obtener más beneficios electorales que el hecho de actuar y ponerse de acuerdo para cambiar las cosas.