El pasado jueves, el Parlament de Catalunya sufrió a mi juicio una de las derrotas más severas que nadie jamás le haya podido infringir. Llamadas a comparecer ante la Comisión de Economía, las cinco cajas de ahorros catalanas decidieron, no sé si concertadamente, enviar a representantes de segundo nivel, en algún caso sin ninguna función ejecutiva en la entidad. A la Cámara catalana no acudió ningún presidente, ni director general. Nadie que pudiera ser directamente interpelado por su papel en una crisis que puede llevar a alguna de ellas a ser, en la práctica, nacionalizadas.
Esa misma máxima representación de la voluntad del pueblo catalán había celebrado apenas unas semanas atrás una votación sobre la independencia de Catalunya, que no salió adelante, en un ambiente caldeado y auspiciado por una mayoría de fuerzas políticas que días antes habían alentado la participación en una pseudo consulta popular sobre el derecho a decidir.
¡Qué curioso! Precisamente, cuando hay legalmente una cierta capacidad de decidir, una parte de nuestros feroces y exigentes parlamentarios prefieren mostrarse cual sumisos corderitos y en vez de adoptar un postura digna y rechazar la comparecencia de segundos espadas, imponiendo la presencia en la cámara autonómica de sus máximos responsables y situando a las cajas que no los envíen ante la opinión pública, aceptan sin más una presencia descafeinada y un debate con menos sustancia que el agua que sale del grifo.
Ese parlamento tan preocupado en teoría por los símbolos que puedan ir configurando un espacio de soberanía política, capaz de llevar hasta el paroxismo un debate sobre si somos una nación o el derecho a la autodeterminación, cuando tiene ante sí la oportunidad de sentar a los responsables de una buena parte del sistema financiero catalán, preguntarles por qué no anticiparon la crisis, cómo funcionaron sus órganos de gobierno, qué errores cometieron, qué van a hacer para evitar la parálisis de muchas empresas por la falta de financiación, qué reformas van a abordar en un futuro próximo y cuál va a ser su estrategia para sobrevivir, se pliega ante los enviados de segunda fila de unas instituciones en cuyos consejos de administración ellos están y liquidan la convocatoria con una farsa de sesión, pobre de solemnidad.
Y, sin embargo, el Estatut de Catalunya, de cuya legalidad ellos son depositarios, confiere a la Generalitat prácticamente todas las competencias sobre las cajas catalanas, salvo las de inspección que comparte con el Banco de España. Existen atribuciones suficientes para ejercer una labor de control, a la que aparentemente han renunciado.
Seguramente, habrá personas malpensadas que crean que esa labor no es posible cuando al fin y al cabo no dejan de ser clientes a la vez que controladores y que antes que juzgarlos deberíamos hacer memoria de con qué cuerpo vamos nosotros a nuestro banco o caja correspondiente a pedir una renovación o ampliación de nuestra póliza o hipoteca. O tal vez, habrá quien justifique su tibieza considerando que ellos tenían representantes directos o indirectos en los órganos de gobierno de las cajas, algunos de los cuales aún están y a los que la nueva ley de cajas les ha dado un plazo más que generoso para que vayan despidiéndose. Claro, apretar mucho podría hacer que los representantes de las cajas contestaran desde la tribuna que los políticos también tenían alguna responsabilidad. Pero no quiero abundar en estos pensamientos tal vez un poco retorcidos.
Creo que es suficiente con destacar la distancia entre la ampulosidad de determinados discursos y la práctica con que se ejercen algunos de los derechos que se reclaman en aquellos. Esta contradicción es la que genera escepticismo y la que provoca después respuestas como las mostradas ayer por el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas. Pero esto ya seguramente es otro cantar, u otro artículo.