La hora del compromiso
Todo hace presagiar que el 21-D dibujará un mapa parlamentario que abocará a la recuperación del diálogo entre los bloques
Desoyendo la sabiduría del científico danés Niel Bohr, quien nos advertía de que hacer predicciones es una necedad, sobre todo cuando concierne al futuro, las agencias demoscópicas apuntan a una situación
de fragmentación parlamentaria tras el día 21 de diciembre, coartada perfecta para como que, es tradicional, nadie pierda tras la noche del recuento. La peculiaridad en esta ocasión puede estar en que tampoco gane nadie, ni aritmética ni metafísicamente.
Antes de ponernos en modo fariseo rasgándonos las vestiduras ante el anatema de que no haya una pronta investidura, tal vez sería bueno tratar de ver lo que pueda tener de positivo una situación de empantanamiento en el Parlament.
La fragmentación parlamentaria tiene aspectos positivos
De entrada, parece insensato poner en duda que los niveles de intensidad política y mediática que Cataluña ha padecido desde el verano rayan en lo insano y que no pueden ni deben sostenerse por más tiempo. El propio desarrollo de la campaña electoral es prueba de ello; recalentada emocionalmente hasta al extremo de que algunos de nuestros representantes políticos parecen apostados en una exaltación propia del funeral de Lady Di, de la que hacen gala cada vez que se les pone un micrófono delante recurriendo compulsivamente a una versión castiza de la Ley de Godwin, acusando de franquista a todo aquel que ose salirse del estrecho y arbitratorio dogma separatista.
A pesar de ello, o a lo mejor precisamente por ello, el procesismo oficial sabe bien que enquistarse en el fanatismo para culpar de todos sus males a sus adversarios sin reconocer sus propios desatinos ya no tiene mucho recorrido. Pero aún más importante es la constatación de su lenta pero indeleble interiorización del inevitable muro de la realpolitik: una vez que el eco de las declaraciones grandilocuentes en el Parlament se desvanecen, se llega al punto en el que hay que conminar al Estado español a que renuncie al monopolio de la fuerza y desista de la integridad territorial de España.
Enquistarse en el fanatismo ya no tiene mucho recorrido
Es decir, toca pedirle a España que acepte de buen grado convertirse en un Estado fallido. Confiar en esto es tan inverosímil como no entender que para el Estado español pertenecer a la Unión Europea es menos crítico que la unidad de España. Y es harto insensato no comprender que esto es algo que la Unión Europea entendió a la primera.
En el fondo de la rumiación separatista, hay un fatalismo que les inclina a asumir con resignación que no queda más alternativa que entenderse, admitiendo la realidad reluctantemente y adaptándose a ella simplemente porque no hay ningún itinerario alternativo más allá del círculo vicioso. Lo más probable es que en la madrugada del 22 de diciembre todos, separatistas incluidos, nos demos de bruces con la constatación de que el pueblo habrá hablado, y que sin embargo no seamos capaces de entender lo que ha dicho, o ni tan siquiera de saber si es que ha dicho algo en absoluto.
Todo lo cual nos sitúa en un escenario caótico que apunta a que tal vez, si hay algo que necesita la exhausta sociedad catalana, sea darse una pausa a sí misma; hacer una descompresión sensata del procés soltando sedal para que la ballena blanca independista alcance la exhaución grácilmente.
Vamos a un escenario en el que necesitamos poner pausa
Así, un Parlament sin mayoría clara, que en circunstancias normales sería un anatema, puede, en la situación extraordinaria en la que nos encontramos, acabar siendo una bendición. Un tiempo muerto para lamernos las heridas y parlamentar.
Veamos por qué: por una parte, el calendario judicial es endiablado; los autos irán in crescendo sin atender a contemplaciones políticas. El genio está fuera de la botella y se hará más grande cada mes que pasen los meses gracias a las rémoras del 3% y a la Moleskine de Josep Maria Jové, que inhabilitaran de facto a toda una generación de primeras figuras separatistas.
El calendario judicial puede entorpecer la formación de mayorías
Por otra parte, la división en bloques cristalizados solo ofrece o una salida mediante pactos que expliciten la renuncia al maximalismo para garantizar la gobernabilidad, o trazar a hierro y fuego un círculo vicioso que cimente el quebranto, descartadas, como parece plausible afirmar, las mayorías absolutas.
Quizás no sea aventurado aseverar que lo que exprese el electorado catalán día 21 sea una exigencia a los partidos para que reconcilien su cultura política para permitir la colaboración frente a la confrontación.
Solo hay dos opciones: optar por el modelo alemán o por el italiano
Es decir, que tengan la osadía de susurrar la palabra mágica que nadie se atreverá a pronunciar en voz alta; “coalición”. Esto, que tan extraño parece resultar a las sensibilidades carpetovetónicas más maniqueas, es la norma tanto en nuestro propio país, a nivel municipal (donde las colaciones Frankenstein logran garantizar la gobernabilidad consistorial), como en países como Alemania o Francia, que consolidan el patrón de la coalición como modelo de estabilidad nacional para evitar la fragmentación parlamentaria y la consiguiente precariedad política del tipo que auguran las encuestas del 21-D.
A la hora de la verdad, solo hay dos opciones: optar por el aburrido pero estable modelo alemán, basado en coaliciones sensatas y eficaces, o por la excitante y fútil volatilidad italiana.
La imposibilidad de formar una mayoría absoluta obligará a los políticos a dialogar
En la situación catalana, necesitada de templanza y equilibrio, es plausible argumentar que el más deseable de los escenarios es aquel que aboca a la formulación de un Govern de colación. Que dé tiempo al tiempo, dejando que los desencuentros partidistas al uso y el histrionismo institucional den lugar a la transigencia y abran las puertas a la seriedad en aras del bien común.
Tal vez la mejor solución a la atrofiada democracia catalana sea que los electores nieguen a los partidos políticos la posibilidad de una mayoría absoluta, para forzarles a hablar y a encarar conjuntamente, sin vencedores vencidos, una solución juiciosa a una crisis cívica que tiene dudosas salidas unilaterales.