La hora de recuperar el catalanismo
El Gobierno español no se mueve. El ejecutivo del PP cree que ha ganado la batalla desde esa posición numantina. En el horizonte no se percibe que una alternativa al PP en España asuma la principal reivindicación del gobierno catalán y de una buena parte de la sociedad catalana, la que se manifestó en la Diada, pero también la que ha votado en las dos últimas elecciones generales a los comunes que aglutina la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau: el referéndum de carácter soberanista. El PSOE no está en disposición de aceptar ese envite, porque se rompería en dos, y dejaría de ser –ya lo tiene difícil ahora– una alternativa creíble en España. Y Podemos es una fuerza política heterogénea, que no está en disposición de ser la primera fuerza política en España.
Esa es la realidad. El referéndum que pide –oficialmente– el movimiento soberanista no tiene perspectivas de realizarse. Es como chocar contra un muro, una y otra vez.
Ante esa tesitura, los partidos soberanistas pueden hacer dos cosas: o aceptar esa realidad, y buscar –lo que de verdad se pensaba que querían conseguir–, mejoras en el autogobierno, y en las finanzas, con un blindaje de la lengua catalana –el elemento que de verdad ofrece identidad y que preocupa y ocupa al nacionalismo– o iniciar un proyecto realmente rompedor, revolucionario con todas las consecuencias.
Está en esa disyuntiva. El soberanismo debe tomar una decisión. En determinados círculos independentistas, en los últimos años, se ha jugado con la situación de Lituania, que logró su independencia ante el descalabro de la Unión Soviética. Eso llevó a Jordi Pujol a decir aquello de que Cataluña era como Lituania, pero que España no era como la Unión Soviética. El hecho determinante es que Lituania no tenía nada que perder, pero Cataluña sí lo tiene si apostara por una verdadera revolución para romper con España con todas las consecuencias. Los niveles de bienestar, pese a los estragos de la crisis, son evidentes en Cataluña y sólo bastaba ver a los manifestantes en la Diada: clases medias satisfechas, con inquietudes –ciertas– sobre su futuro.
El presidente Carles Puigdemont es consciente de esa realidad, aunque se declare un independentista de primera hora. Por ello ha constatado que no convocará un referéndum si no tiene todas las garantías, y, por tanto, si no es acordado con el Gobierno español.
Ha llegado la hora, por tanto, de la rectificación, de saber reorientar las fuerzas, y buscar un camino viable, y ese no pasa por un referéndum, pero sí por mantener vivo ese derecho, si realmente se considera Cataluña como un objeto político y jurídico. Y negociar una mejora real de un autogobierno que ha sido vulnerado por el gobierno del Estado, porque sus altos funcionarios nunca se acabaron de creer que España pasaba a ser un estado autonómico, con una división real del poder. Eso pasa también por no prometer reformas constitucionales que consoliden una fórmula federal en España. Hay que ser realista. O se tiene todo eso negociado, con poderes reales que lo puedan aplicar, o mejor mantener una vía pragmática.
Ese es el reto ahora del catalanismo, y si no lo saben reorientar los partidos soberanistas, lo deberá hacer otra fuerza política, una nueva si es necesario, que recoja lo mejor de la tradición catalanista, que, entre otras cosas –ese es su gran éxito y para lo que se había preparado– ha logrado la modernización de España. Y esa modernización, no nos equivoquemos, le ha ido bien a los catalanes, a sus ciudadanos y a sus empresas.
La política es dinámica. Una vez se dejen de destacar los logros de una quinta manifestación masiva en la Diada –es muy destacable, nadie lo pone en duda– los dirigentes de Junts pel Sí, de la ex Convergència y de ERC, deberían aceptar que la rectificación no es algo negativo. Es valiente, es oportuno cuando se ve que delante sólo existe un gran muro.