La hora de la verdad: el plebiscito del 27S

Faltan menos de dos meses para que se celebren les elecciones catalanas del 27S. El decreto de convocatoria no reflejará el momento político que se está viviendo en Cataluña puesto que el Govern no va a caer en la trampa de saltarse la legalidad vigente. Lo que va a pasar es que el presidente de la Generalitat va a proceder a la convocatoria de elecciones para poner en marcha el procedimiento para elegir representantes en un parlamento aún autonómico. Fin de la discusión.

No obstante, y aunque el decreto no lo refleje, todo el mundo sabe que estas elecciones van a ser excepcionales. Cuando el ministro de Justicia, Rafael Catalá, afirmó que el Gobierno «podría impugnar» el decreto de convocatoria de las elecciones al parlamento catalán del 27S «si no se adecuase a la Constitución», implícitamente estaba aceptando que algo va a pasar en esas elecciones, que no se parecen en nada a las habidas desde 1980 hasta hoy.

O sea, que las elecciones del 27S van a ser plebiscitarias a pesar de la oposición de las candidaturas del PP, PSC, C’s y e incluso de CSQP, los antisistema por antonomasia, si descontamos a los independentistas de la CUP, que lo son de verdad tanto políticamente, como vitalmente.

La diferencia entre legalidad y legitimidad ha sido una cuestión fundamental de la teoría política y el derecho, desde los inicios del pensamiento humano. Un acto es legal cuando no incumple una norma, se dice. Pero esa legalidad no incluye ni mucho menos la moralidad de una ley. Ahí reside el problema, cuando descubrimos que, en ocasiones, lo legal se opone a lo que sentimos como legítimo. Es entonces cuando el conflicto está servido.

¿Es legal la ocupación de una vivienda vacía por parte de quien no tiene techo? Evidentemente, no. Pero podría ser legítima, según como se mire. ICV-EUiA abonó esa tesis, aunque ahora diga lo contrario respecto a la legitimidad de las elecciones plebiscitarias simplemente porque se ha fundido con Podemos en la candidatura CSQP y haya abandonado la radicalidad democrática. Según Pablo Iglesias, a quien deberíamos rebautizar como El embustero, si Cataluña declarase unilateralmente la independencia, la respuesta la darían los tribunales. ¿Vale eso también para la ocupación de viviendas con propietario legal? Si Colau fuese coherente se lo echaria en cara.

Como no soy jurista ni ocupo mi tiempo en enseñar ciencias políticas, que es la profesión de Pablo Iglesias, aunque no lo parezca, lo voy a dejar aquí. Sólo les diré que Jügen Habermas y Norberto Bobbio, dos reconocidos especialistas en estas cuestiones, ya advirtieron de que si equiparásemos poder legal con dominación política ningún sistema político estaría en condiciones de procurarse la legitimidad del pueblo.

Ante un conflicto político, apelar a la obediencia es, simplemente, una estupidez conservadora. No se puede ser utópico a medio gas, ¿verdad? Eso es lo que no entiende Joan Coscubiela, el antiguo secretario general de CCOO en Cataluña, ahora convertido en otro gendarme de la España unida por la vía amable del proceso constituyente español liderado por Podemos. Eso sí que es «vender duros a cuatro pesetas». ¡Otro Rodríguez Zapatero no, por favor!

Soy partidario de las soluciones políticas por encima de las batallas legalistas. La realidad social se impone a las normas, a menudo incluso se antepone. Y eso es lo que está pasando en Cataluña. La movilización popular de los «conversos», por decirlo a la manera de Francesc-Marc Álvaro, es lo que va a convertir las próximas elecciones catalanas en plebiscitarias, le guste o no al joven líder de Podemos Albano Dante Fachin.

Su perplejidad ante la unidad del soberanismo hizo que le enviase una carta telemática al ya candidato de Junts pel Sí, Lluís Llach, para advertirle de las maldades de Artur Mas, el futuro presidente de la Generalitat si los soberanistas ganan las elecciones, y de que la lucha de clases está por encima de todo. A este chico le sobra ideología. Lo podría compensar leyendo a Charles Tilly, Liah Greenfeld, Anthony Smith e incluso a Eric J. Hobsbawm, si lo prefiere, que era un marxista confeso y debería complacerle.

El 27S se va a decidir el futuro de Cataluña. Los unionistas també lo saben. Incluso ellos lo dirán si por casualidad se ponen de acuerdo para oponerse a la coalición soberanista y formar un Gobierno «constitucionalista». Pero es que, además, lo que demuestra que en estas elecciones se va a decidir algo grande es que el sistema de partidos en Cataluña ha sufrido el mayor terremoto desde los inicios de las transición, cuando en el parlamento catalán los 135 diputados se repartían entre seis grupos parlamentarios: CiU (43), PSC (33), PSUC (25), CC-UCD (18), ERC (14, uno de ellos, Vinyals, del PSDC) y PSA-PA (2). Alianza Popular no entró en el parlamento catalán hasta la segunda legislatura, la de 1984.

Sólo PP y PSC sobreviven, aunque mal y menos autónomos que nunca, al vendaval soberanista. El férreo marcaje de Madrid está destrozando a los socialistas catalanes y a los populares, aunque en éste último caso el efecto se note menos porque siempre ha sido una minoría en Cataluña. Los demás grupos se han transformado por razones muy diferentes.

La ruptura de CiU es más que comprensible. Las estrategias de CDC y UDC diferían desde tiempo atrás y la antigua «coalición pujolista» sólo podía acabar mal en tiempos de cambio y soberanización galopante.

CDC se mantiene unida, mientras que UDC ha padecido una escisión dramática y ha dado lugar a un nuevo partido democratacristiano, Demòcrates de Catalunya, cuya imagen corporativa se inspira en la de los demócratas norteamericanos. Curiosamente, CDC es el único partido sin divisiones internas, aunque los golpes que han recibido los nacionalistas en los últimos tiempos hayan sido extraordinarios.

La irrupción de Podemos noqueó a ICV-EUiA, los teóricos herederos del PSUC, a través del espejismo de Syriza. La táctica envolvente de Pablo Iglesias ha puesto a los antiguos comunistas bajo el manto de lo que antes era simplemente extrema izquierda. Fíjense ustedes en el candidato de CSQP, Josep Lluís (Franco) Rabell. Lleva en política lo mismo que otros, pero parece que no porque cuando se presentaba a las elecciones (al parlamento catalán en 1988 y al Congreso de los Diputados en 1996), lo hacía por un partido marginal, el PORE, cuyos resultados eran escuálidos. El POR (ya sin la E), de raíces trotskistas, se integró en EUiA, en cuyo seno convive con los estalinistas. Paradojas de la historia y de la política que transcurre en los extremos.

Mientras muchos de los que militaron en el PSUC e ICV (Muriel Casals y Raül Romeva, por ejemplo), hoy en día son aliados de CDC y a ERC en Junts pel Sí; CSQP es una alianza de antiguos izquierdistas que se justifica por su menosprecio a la gran movilización popular soberanista de estos últimos años en Cataluña.

El éxito de BComú les parece el mejor precedente para encumbrar a Rabell, aunque se dé la paradoja de que Procés Constituent, el grupo al que pertenecen Gerardo Pisarello y Jaume Asens, hoy tenientes de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona, ya no esté en esa coalición por temor, según Arcadi Oliveras, al jacobinismo de Podemos que quiere controlar todas las votaciones en el parlamento catalán. Cesarismo en estado puro, lo que comporta también ese culto a la personalidad propio de los regímenes populistas latinoamericanos, especialmente argentinos.

El lío es monumental. Incluso el PP se ha sumido en una profunda crisis de identidad. La aparición de C’s, el partido de derechas desacomplejadamente españolista, quemó a Alicia Sánchez Camacho, incapaz de enfrentarse al hábil Albert Rivera, quien desde su aparición en escena está apoyado por antiguos comunistas como Francesc de Carreras, profesor emérito de universidad, articulista de El País, primo de Narcís Serra e hijo, por lo tanto, de la alta burguesía catalana de verdad, aquella que abrazó el franquismo.

Con el nuevo candidato, Xavier García Albiol, radical y populista hasta el punto de rozar la xenofobia, el PP asume sin problemas el plebiscito catalán poniéndole al frente de la lucha contra el independentismo mediante la dramatización de la política y un rudo enfrentamiento contra tirios y troyanos.

Cataluña ya ha cambiado. No lo duden. La desconexión está en marcha. Estas elecciones van a ser plebiscitarias sí o sí. Todos los partidos lo saben porque la realidad les ha pasado por encima. La legitimidad social va imponiéndose al estrecho margen de la legalidad exclusivamente constitucionalista. Llega la hora de la verdad, pues.