La herencia de Serra Ramoneda, en el fin del ahorro popular

Se acabó. La crisis de CatalunyaCaixa, iniciada en la ruinosa herencia de Multinacional Aseguradora (MNA) y sobre todo en un gigantesco bucle inmobiliario, no se sostiene; lejos de haberse enjugado, el agujero de la entidad crece y crece, empujado por una decadencia que se hace endémica. Su reciente involución semántica (se llamaba Caixa Catalunya y ahora se llama CatalunyaCaixa) parece haber empeorado las cosas.

El testigo de su ex presidente, Narcís Serra, ha perdido el glamour de otro tiempo, hasta vaciarse por falta de sustancia. Fernando Casado aceptó y rechazó el cargo casi en el mismo instante, mientras que, sus menguantes sucesores han demostrado que le temen al trono más que al mismo demonio. No es para menos, cuando se abre el melón de las imputaciones en todo el sector.

Aunque la entidad se encuentra en la lista de las que han recibido ayudas del Estado, la remuneración de sus directivos quiso mantener la impronta del antiguo régimen (su actual presidente ejecutivo, Adolf Todó, percibía 1,5 millones de euros anuales, hasta que el fondo de rescate Frob le impuso, el pasado febrero, una reducción drástica y se lo dejó en 300.000 euros), un mecanismo que sumaba salarios, blindajes, sistemas de ahorro y primas de seguros. De la pista del Frob, presentada por el dúo Parlamento-Banco de España, no cabe esperar gran cosa. De la Fiscalía, en cambio, saldrán los lamentos: “lo tenemos claro y sólo nos falta darles forma a las acusaciones”, señalan medios judiciales.

La compra de MNA se realizó bajo la bóveda del entonces presidente Antoni Serra Ramoneda, economista de fuste pero tan buen académico (ex rector de la UAB) como mal gestor. La llevó a cabo el exdirector general, Francesc Costabella, un hombre con piedras en los zapatos y cuentas en el exterior. El financiero André David Grebler fue el beneficiario de la venta de MNA a Caixa Catalunya, en febrero de 1995, a través de una empresa instrumental suiza pero, el nudo gordiano de aquella opaca operación no empezó a deshacerse hasta años después, a través de una querella contra Grebler y contra el mismo Costabella y también contra otros dos, el ex director general adjunto, Carles Monreal, y el entonces secretario del consejo de la aseguradora, Carles Ferrer. En el curso de la instrucción, la Fiscalía Anticorrupción vertió serias dudas, jamás aclaradas, sobre la auditoría externa de MNA y sobre las comisiones devengadas de la confusión.

En los años del fulgor, Caixa Catalunya abordó adquisiciones de relumbrón, como una participación en Catalana Occidente, la aseguradora de los Serra Santamans y de los Juncadella, o el intento menos glorioso de hacerse con el control de Banco Atlántico, entonces en manos del grupo financiero saudí ABC, y que había sido presidido por el cementero Casimiro Molins, en la etapa en que la entidad perteneció al antiguo holding de Ruíz Mateos. La caja de ahorros de fundación pública atravesó la tentación de hacer banca-seguros, una especialidad maldita si se tiene en cuenta su nefasto balance (Fortis en La Caixa o, salvando las distancias, Agrupació Mútua en Bankpime).

Hay momentos en que los negocios son huracanes. Cuando el viento soplaba a favor, Caixa Catalunya levantó el que a la postre sería su segundo mausoleo: la fiebre del ladrillo. En 1998, Josep Maria Loza se encaramó a la dirección general, gracias al impulso de Serra Ramoneda y a la decadencia de Costabella. Loza había nacido en el último piso de la sede de la entidad (situada en Via Laietana) ya que es hijo de un antiguo conserje que ocupaba un piso en el ático del mismo edificio. Loza se consideraba de la casa, hasta el punto de tomarse su cese como una traición que él vengó al ingresar en la competencia (La Caixa, la casa gran) un cheque de cinco millones de euros, en concepto de indemnización y una cantidad equivalente de su fondo de pensiones.

Serra Ramoneda le propulsó y Narcis Serra le hizo la vida imposible, hasta que el propio Loza se fue dando un portazo. Fue él solo quién hipotecó la caja y quién la titulizó. Loza se lanzó a degüello sobre el negocio inmobiliario al tiempo que ponía la gestión en manos de Boston Consulting. Abrió mercado en Francia y Portugal, y entró en los países del Este de Europa; también inauguró 300 nuevas oficinas. Su fuga hacia delante fue sostenida hasta la llegada de Narcís Serra a la presidencia, en 2005. Se retiraba el veterano profesor, que recientemente resumió su periplo en el libro-violín Los errores de las cajas y, a cambio, entraba el político, ex alcalde, democratizador de la maquinaria bélica española en Defensa y vicepresidente durante el segundo Felipismo.

Entre 2005 y 2010, se marcó el último precio y estalló la burbuja. Loza se refugió en el Consorci Hospitalari y ennobleció su carrera junto a Mariona Carulla, en el Palau de la Música. La fusión Catalunya-Tarragona-Manresa desembocó en la dura realidad actual: el fin de ahorro popular, de la obra social y del mecenazgo. La nostalgia vivirá un tiempo en la memoria de La Pedrera, la sede de la Fundación CatalunyaCaixa, que organizó en 2010 su última exposición de referencia, basada en la obra de Marià Fortuny, el pintor que encandiló a Gabriele d’Annunzio y al que Proust llamó el “mago de Venecia”. Mientras se apagan las luces de la Casa Milà, nunca olvidaremos las tardes de fuego que nos proporcionaron los fauvistas colgados en sus paredes ni los lienzos del Pequeño Leonardo, como se llamó a Fortuny en su tiempo. Después, nada.

CatalunyaCaixa es una encrucijada entre lo público y lo privado. Fue creada por la Diputación de Barcelona pero ha sido gestionada siempre desde intereses personales. La presidió el mítico Joan Sureda y la dirigió Joan Bilbao, conocido por las escuchas que él instalaba en los despachos de sus equipos. A Sureda le han sucedido un filo socialista (Serra Ramoneda, procedente de la saga textil Serra-Feliu) y un socialista confeso (Narcís). CatalunyaCaixa ha de ser (y no es) la mujer del César. Conviene no olvidar que fue nacionalizada, hace apenas unos meses, por 3.000 millones de euros, un dinero salido del bolsillo del contribuyente.

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