LA GUERRA QUE NOS PARIÓ
Las elecciones en España se ganaban en el centro. No fue hasta Zapatero que se formularía una sencilla estrategia de “guerra cultural” o “polarización”
Las elecciones en España se ganaban en el centro. No fue hasta Zapatero que se formularía una sencilla estrategia de “guerra cultural” o “polarización”. Tan responsable de su victoria fue él como la demostrada incapacidad de la derecha.
En los años 60 , los progresistas concluían que el sujeto revolucionario no sería ya el proletariado. Aquellos intelectuales críticos advirtieron que el pacto de posguerra, entre la democracia cristiana, los sindicatos y los partidos socialdemócratas, alejaron las aspiraciones revolucionarias de las clases populares. Ya no había suficientes pobres que no tuvieran más que perder que sus propias cadenas. Los trabajadores, con casa, hijos, familia y estabilidad laboral, participaban de una vida razonablemente buena y deseaban que las cosas estuvieran en calma.
Sin embargo, los deseos de que el reloj de la historia se pusiera en marcha nunca se apagan. Y así, buscando una nueva y pequeña gran revolución, se examinó entre las grietas de los grandes relatos, hasta encontrar al “otro”, un sujeto político conformado por los apartados de la historia: naciones sin estado, minorías de orientación sexual, razas oprimidas, géneros subalternos, nuevas identidades. Agendas y programas de actuación para sustituir a la tradicional lucha de clases y acceder por nuevos medios al poder, a caballo de la reparación de injusticias y desigualdades.
En paralelo a este proceso, algunos intelectuales advertían de hasta dónde se podía llegar en esta carrera de particularismos e individualidades. A qué riesgos nos abocaba la desaparición de las capacidades de integración de familias, parroquias o sindicatos. El sujeto capacitado para la búsqueda infinita de la felicidad es también un individuo responsable de sus errores y predispuesto a la insatisfacción. Nunca ha existido un dios que nos juzgue de manera tan severa como nosotros mismos.
Se elevó a categoría de principio la mirada de la modernidad líquida, tan brutalmente emancipadora como incapaz de proponer. Triturada bajo sus propias imperfecciones cualquier institución que pretendiera dominar (y por lo tanto unir) a los individuos en comunidad, el desacuerdo moral de las sociedades se iría expresando de manera explosiva en la cultura cada vez que consensos y disensos entraban en diálogo.
Mayo del 68, la revolución neoconservadora, el derrumbe del telón de acero, el optimismo del fin de la historia. La hegemonía liberal y la libérrima y libertina sociedad de la globalización en la que fui joven y feliz. Música electrónica, sexo seguro, pistas de baile, drogas de diseño, superestabilización política, económica y crecimiento sostenido.
Adelantemos hasta la España de la crisis financiera. Quedémonos con aquella sensación de fracaso vital como sustrato, y con el aforismo de que las clases medias empobrecidas son el habitual carburante revolucionario.
En nuestro espacio público contamos con analistas capaces de describir con precisión las emociones negativas (racismo, homofobia, resentimiento social) que impulsarían a la radicalización a un obrero metalúrgico trumpista del cinturón del óxido americano. Esos mismos analistas no se verían capaces de identificar qué emociones rodean al activismo político que va desde los campus americanos a la periodista treintañera y precaria que, ya en la madurez de su proyecto vital, se encuentra, soltera y sin hijos, compartiendo piso en Malasaña.
Durante décadas, las elecciones en España se ganaban en el centro. No fue hasta la irrupción de Zapatero que se formularía una sencilla estrategia de “guerra cultural” o “polarización”. Tan responsable de su victoria fue él como la demostrada incapacidad de la derecha para representar adecuadamente valores en el espacio público.
Aún heridos por una doble derrota sucesiva, la derecha en España cristalizaría la mayor victoria electoral concentrándose esencialmente en proponer relatos sobre bajadas de impuestos y eficientes gestores de lo público. Sería el canto del cisne del consenso “tecnopolítico”. Asesores de comunicación y burócratas renunciando a su ideología, todo para cuadrar los presupuestos del rescate de la crisis y la intervención europea.
Sin embargo, los procesos de la polis son antiguos, tercos y obstinados. Y por mucho que creamos haber inventado mecanismos institucionales para eliminar el desacuerdo moral, este siempre retorna.
Contra qué o quiénes sienten hoy resentimiento esa clase media empobrecida a quien la economía del S.XXI ha puesto a los pies de la precariedad. No se impugna, como en los 90, el capitalismo o la globalización, con sus deslocalizaciones. Hoy, las grandes compañías acuden al Orgullo, o ponen actores con el género y el color correcto en sus superproducciones. Entre miles y miles de despidos, iluminan sus sedes con focos morados cada 8M o se ponen al frente de la manifestación contra el cambio climático. Podemos sospechar que el capital ha aprendido a cubrirse las espaldas.
Entonces, contra quién se rebelan hoy en lo político tantos españoles, blancos, muy universitarios, criados en buenas familias y buenos barrios, pero a quienes sus trabajos precarios han detenido sus proyectos vitales. Si les observamos, veríamos con qué resentimiento tratan a los “objetos” que identifican con las vidas de clase media de sus padres: Los hijos, el matrimonio, los coches, el tipo de vivienda, la escuela concertada, las vacaciones.
Así, tras la crisis de 2008 y la crisis de 2020, son las sociologías de “señoros, cochistas y pollaviejas” renuentes a participar de los ritos de la moral dominante, quienes deben sufrir el ataque, por tierra, mar, y aíre, de nuestros revolucionarios culturales.
Por tanto, no podemos definir la polarización en la que vivimos como mera técnica de los partidos. Más allá de Cambridge Analytica, existe un desacuerdo moral real en nuestra época, no fingido, que tiene bases materiales y nace de respuestas discrepantes a preguntas sobre el “cómo vivir”. El reciente disconfort que sentimos es resultado de nuestra falta de costumbre a que en el espacio público compitan de manera expresa modelos de vida y prescripción de valores a ambos lados del espectro.
Tras un largo paréntesis el reloj de la historia y la política vuelve a ponerse en marcha. Diluida la sociología que soportaba los consensos y el pacto dialógico de la constitución de 1978, comienza la democracia del disenso. Un verdadero pluralismo que, como en la historia siempre ha sido, tendrá formas más propias de una pelea callejera que de las elaboradas normas de un club de debate.
A esta situación podemos darle el nombre de “polarización”, si queremos atacar al Gobierno; “guerra cultural”, si nos parece mal que se exprese discrepancia ante los consensos; o mi opción, mucho más sencilla: lo podemos llamar “política”. Lleva siglos funcionando así y a algunos se nos había olvidado de qué iba.