La Guerra de Putin
Todavía hoy, 183 años después de su primera edición, ‘De la Guerra’ es lectura obligada en las escuelas de estado mayor. Pero la obra póstuma de Carl von Klausewitz también lo es en las academias de los servicios secretos, como la Escuela Superior Dzerzhinsky, alma mater de Vladimir Putin.
De ahí salió hacia su primer destino en Berlín Oriental, como agente del KGB,el actual presidente de Rusia. Y allí, en las postrimerías de la Guerra Fría, fue donde comenzó a formular su concepción del poder, en la que la famosa máxima según la cual la guerra no es sino un «instrumento de gestión de las relaciones políticas por otros medios» tiene particular arraigo.
La opción bélica nunca le ha fallado a Putin. En 1999, al poco de ser nombrado primer ministro de un desacreditado Boris Yeltsin, vio la oportunidad de poner en práctica su pensamiento y lanzó la segunda guerra chechena. Un año después, la enorme popularidad que obtuvo con la intervención le catapultó hacia la presidencia.
La política exterior de la Nueva Rusia ha corrido pareja a la consolidación interna del putinismo. Igual que su versión doméstica, se basa en una combinación de dinero y fuerza. El dinero lo genera el ingente caudal de petróleo y gas natural que Rusia vende a Europa (con el beneficio añadido de generar una adicción energética de alto valor estratégico). La fuerza la proporciona el rearme y modernización de sus fuerzas armadas.
Vladimir Vladimirovich Putin tiene una misión: devolver a Rusia el papel de potencia preeminente que perdió tras el caótico desmembramiento de la Unión Soviética. Para ello ha resucitado dentro del país la llama de la Rodina, la Madre Patria. Y como los zares, él se erige en guía de la nación, con la Iglesia Ortodoxa como fuente de su legitimación.
En el exterior, la Rusia de Putin, sucesora del poder soviético, afirma su derecho a tener una esfera de influencia parecida, un lebensraum geoestratégico que se extiende desde el Báltico hasta Asia Menor. Sus excursiones militares se inscriben en ese Gran Plan.
Ya en 2008 retó a Occidente al apoyar la secesión de Abjazia y Osetia del Sur, llegando invadir momentáneamente Georgia. El conflicto terminó en un fait accompli favorable a Rusia. La ineficaz respuesta internacional y la realpolitik energética han impedido hasta hoy el acceso de Georgia a la OTAN.
El rédito obtenido de aquella apuesta explica la incursión, a principios de 2014, de los pequeños hombres verdes en Ucrania Oriental y la anexión de Crimea. A diferencia de 2008, EE.UU y la UE lograron acordar sanciones y controles financieros que han hecho mella en la economía rusa, afectada ya por la caída del precio de los hidrocarburos.
Pero la fortuna sonríe a los osados. Putin cree que ese totum revolutum que componen el terrorismo islamista y la guerra civil en Siria son el golpe de suerte con el que puede convertir también en hecho consumado sus andanzas en Ucrania y Crimea.
El Mediterráneo y Asia Menor son el tablero en el que Rusia desea afirmar ahora su influencia. Los 26 misiles de crucero lanzados desde el Mar Caspio a principios de octubre (supuestamente contra el Estado Islámico, aunque buena parte de ellos impactaron contra los enemigos de Bashar el Assad) fueron las fichas con las que Putin subió su apuesta en la región.
Los atentados de Paris y la invitación de François Hollande para incorporarle como igual en la lucha contra el Estado Islámico –nuevamente la suerte— le han dado ahora la cobertura necesaria para legitimar su escalada militar y diplomática en Siria.
El escenario es perfecto para que Rusia sea simultáneamente protagonista y antagonista de los tres conflictos que se solapan en ese teatro: rebelión contra el Assad y su clique alauita, el desafío del Estado islámico y el secular enfrentamiento entre suníes y chiíes.
Para el presidente ruso, el premio es ser albacea de una eventual solución de la guerra civil. Eso implica mantener a el Assad hasta que sea el momento de mandarle al exilio una vez instalado un gobierno viable sobre el que Rusia –y sus aliados chiíes Irán y Hezbollah— tengan ascendiente. Derrotar al radicalismo islamista nunca ha sido un objetivo principal de Moscú; en todo caso, será una consecuencia.
Pero el azar –como debiera recordar Putin— es uno de los tres de elementos de la ‘trinidad’ que, según Clausewitz, determinan la guerra. Tal como los ataques de París formalizaron a posteriori su auto-invitación al drama sirio, el derribo del cazabombardero ruso el pasado día 24 por parte de Turquía ha puesto en evidencia los peligros que encierra el Gran Plan para el líder ruso.
El incidente del Sukhoi 24, con independencia de la verdad de lo hechos, no podía haber elegido a dos peores protagonistas. Y es que Turquía también reclama su lugar en el mundo. Y lo hace bajo un líder, Recep Tayyip Erdogan, tan dado como Putin a la certeza moral, al autoritarismo y al recurso a la fuerza…
El presidente turco también aspira a ser clave en conflicto sirio. Sólo que su apuesta se contrapone a la de Putin. Suní e islamista cada vez menos moderado, Erdogan quiere terminar con el Assad y el dominio de la minoría chií en su vecino del sur y tutelar un papel para la mayoría suní del país.
Tras la Guerra Fría, Rusia y Turquía, sin ser amigas, han aprendido a ser socias. Una calienta a la otra con su gas, pagado con los productos agrícolas, industriales y de consumo de la primera. El derribo del Sukhoi pone toda esa relación –y mucho más—en peligro.
Un creciente número de pensadores coinciden en que ‘el fin de la historia’, anunciado por Fukuyama, resultó ser en realidad una reedición de la misma. Nos encontraríamos así en una segunda Guerra Fría que enfrenta al mundo unipolar, encarnado por EE.UU, con uno multipolar en el que el control de las fuentes energéticas –y no la ideología— son la principal baza.
En ese marco, el polvorín sirio es simultáneamente frente activo de la lucha contra el radicalismo islámico y, en virtud de la presencia de los paladines de ambas concepciones del mundo, escenario de esa nueva confrontación geoestratégica. Y el incidente ruso-turco ilustra cuánto y cuán peligrosamente pueden cambiar las cosas en ese escenario.
A Europa y la OTAN le sirve para recordar que Turquía, dueña de los Dardanelos y rival histórico de Rusia, sigue siendo el aliado incómodo pero necesario al que se debe perdonar casi todo por su ubicación estratégica y su papel de muro de contención frente la inestabilidad de Asia Menor: refugiados, terrorismo…
Y a Putin, que cuenta con poderosos enemigos dentro de la nomenklatura político-económica rusa a la espera de su oportunidad para destronar al nuevo zar, le sirve de advertencia acerca del coste que los errores tienen en la tradición política de su país.