Estos días de tantos rumores se me hace difícil escribir. Uno tiene la sensación de que el texto ya no valdrá por la mañana. Estamos, sinceramente, en una de las épocas más excitantes de nuestras vidas como ciudadanos. Nadie podrá negar que asistimos a uno de los momentos cruciales en la historia de España, y de nuevo, somos partícipes.
He pensado en hablarles de los peces que nadan en un estanque de mi casa familiar en el Norte de España. Es una de esas casas antiguas de piedra. De ésas donde antes habitaban personas en una planta superior y animales en otra inferior. La casa, aislada, en un lugar donde creo que no debieron llegar los romanos, dispone a su vera de un extenso y siempre verde prado –-en este caso con un bosquecillo de los que cobijan sombra–.
La casa –refugio veraniego y de algún otro fin de semana familiar– dispone de un pequeño estanque, apenas ocho metros cuadrados y que antiguamente era el abrevadero de las vacas. Hace años, decidimos poner unos pececillos de colores, seis en concreto, en su interior. Para nuestra sorpresa año tras año fueron sobreviviendo –realmente quedaban ya sólo cinco–. Y este verano añadimos –un regalo de tómbola rural– un pezqueñito rojo al grupo.
Supongo que por el deficiente mantenimiento –los años pesan– en verano detectamos que se filtraba agua del estanque y cada ciertos días debíamos volver a llenarlo. A los pececillos les importaba poco, ya que siempre había alguien atento. En definitva, siempre les íbamos echando comida y engordaban. Un día preguntamos qué debíamos hacer, y nos comentaron que lo ideal sería rebozar de nuevo el estanque porque quizá con los años se había agrietado.
Eso debió ser a finales de verano. Pocos días después, partimos hacia la capital, dejamos encargado a un vecino –ya saben en los lugares pequeños los vecinos son además familiares, en este caso un primo– que lo fuera vigilando. Y así cuando volvimos, al cabo de unas semanas, vimos que la labor se había atendido correctamente. El estanque tenía agua y los pececillos, cinco más uno, seguían su vida placentera.
Mi primo me repetía cada viaje que había que arreglar esa situación. Yo hacía mis cálculos y pensaba que si en época seca había aguantado dos meses el estanque, ahora que llegaba el invierno y las lluvias no habría problema. Además en un momento dado, pensaba que mi primo iría a echar un cigarro allí y les pondría más agua. Así fue una vez, una segunda y una tercera. Además, con retraso este invierno, pero empezaba a llover a diario. Todo era perfecto. En mi penúltimo viaje me planteaba ya cara al verano en poner los pececillos unos días en la bañera de casa, y rebozar el estanque.
Pero llegó mi último viaje. Fue hace apenas unas semanas. Y plaf ¡sorpresa! Mi estanque se había secado y mis peces yacían sobre su suelo de cemento muertos. ¡Dios!, pensé. Había llovido, mi primo vive a 500 metros, no han pasado ni tres semanas cuando otras veces habían aguantado meses. ¿Qué ha pasado? ¿Quién es el responsable? –ya saben, esto tan español de buscar culpables–. Tras unas dudas, me pegué una bofetada, y pensé que el único culpable soy yo.
Tenía la solución hace meses pero la fui dilatando, confiando en que por arte de birlibirloque se solucionará mi problema. Los pececillos además no protestaban –bueno lo sorprendente es que hubieran protestado o se hubieran manifestado, por cierto algo también tan típico español– . Y pensé y ¡mi primo!, ¡ay los primos! Supongo que se despistó o tenía problemas más importantes en que pensar. Al final, por mi incompetencia los cinco más uno peces ya no estaban allí y fueron alimento de la primera alimaña que pasó.
Recordé que la fabula de mi estanque es parecida a la historia de España. Hace tiempo que tenemos un problema. Siempre esperamos que nuestro primo alemán, o el Banco Central Europeo, nos venga a llenar de agua el estanque. Mientras somos como pececillos, abriendo y cerrando la boca, ese gesto tan típico. Solo nos preocupamos en nadar y comer. Y no hemos visto que nuestro estanque cada día se seca más y, lo peor, ya no hay nadie para llenarlo de agua.
Ahora estamos solos, completamente solos. Se nos ha pasado el tiempo de rebozar nuestro estanque. Hemos estado tanto tiempo ignorando lo que debíamos hacer, que ahora es tarde para hacerlo. Como peces no podemos sobrevivir fuera de ese entorno, y sin agua nos morimos. El primo se nos fue y ya no quiere volver. Las nubes de lluvia no se detectan en el horizonte. Y como decimos, sin agua nos morimos.
Ya puede subir Montoro el IVA, o lo que sea –Rajoy, el breve, ya está sacrificado–. Éste ya no es un problema económico, es moral y cultural. Hemos creado una sociedad de vividores –gente que, como los peces, requería de alguien que les diera agua y alimento – y que nunca se han enfrentado a un problema –o que maltratan a quien lo tiene–.
A día de hoy, sólo nos queda tirar por el camino de la vena religiosa e implorar “rogativas de agua”, o peor: creer en “multiplicar los peces y los panes”. O simplemente, que es lo que será, ver lenta y dolorosamente como el agua en nuestro estanque se agota y sólo podemos esperar, con optimismo, que cualquier gota de lluvia del rocío o del cielo traiga un atisbo de vida.