La élite del no
Cataluña debería liberarse de esa élite del no, de esa élite hipócrita, que se llena la boca de buenos sentimientos, mientras prende fuego al ascensor social
Progresismo se ha convertido en antónimo de progreso. En pocos sitios se observa con mayor claridad que en una Cataluña cuya elite política es el más claro ejemplo de ese dogmatismo ideológico que oscurece el futuro de cualquier sociedad. En el debate sobre la ampliación del aeropuerto de El Prat, Esquerra Republicana y los Comunes se han convertido por enésima vez en insalvables obstáculos al bien común, en una imposición de la minoría dura y radical sobre la mayoría blanda y desorganizada. Todo ello con la colaboración de un PSC sumiso que cree cubrir el expediente con unas condiciones fantasma a los presupuestos de la Generalitat que no han supuesto la alteración de ninguna partida.
La “cultura del no” es un signo de falta de liderazgo, ya que solo se extiende cuando los gobiernos no hacen su trabajo, están paralizados por el miedo a cualquier protesta y son incapaces de pensar alternativas. Es una respuesta automática: no a todo. Antes de reflexionar y valorar opciones, se enrocan en un definitivo y muy cómodo no. El triunfo de esta (in) cultura frena el progreso y nos sume en la decadencia. En Cataluña, la izquierda lleva lustros abonada al “no es no”, porque carece de proyecto constructivo. Sin embargo, también el separatismo burgués ha asumido esa actitud desde que la CiU de Artur Mas tratara de competir electoral y psicológicamente con antisistema e indignados.
Más allá del aeropuerto, los catalanes hemos perdido los Juegos Olímpicos de Invierno y se ha retrasado la construcción del Cuarto Cinturón
El modus operandi de esta progresía perjudica especialmente a ciudades con potencia global como Barcelona. El tándem formado por Ada Colau y Jaume Collboni carece de ideas y ambición para la ciudad. La tiene abandonada, sucia, insegura e, increíblemente, atascada. El separatismo no parece mejor opción, ya que este siempre ha temido una gran Barcelona; siempre la ha querido pequeña y, en todo caso, al servicio de una causa partidista. A pesar de los modos de Xavier Trias, su partido sigue queriendo empaquetar la metrópolis y atarla con un lazo amarillo.
El no a todo es un fenómeno que, en el mundo anglosajón, fue bautizado como nimby (Not in my backyard / No en el patio de mi casa) o banana (Build absolutely nothing anywhere near anyone / No construir nada en ninguna parte, ni cerca de nadie). Por su culpa, y más allá del aeropuerto, los catalanes hemos perdido los Juegos Olímpicos de Invierno y se ha retrasado la construcción del Cuarto Cinturón. No se quiso el Hotel Four Seasons en Barcelona por un ambiente subvencionado de turismofobia irracional. Una teniente-alcalde de Colau clamó contra la industria del automóvil y la Nissan captó el mensaje. Históricamente, este postureo político también ha afectado a la hora de diseñar y potenciar una red ferroviaria competitiva.
Otro caso sintomático es el de las energías renovables en Cataluña. A pesar de las proclamas contra el cambio climático, la falta de liderazgo y la parálisis de la Generalitat están obligando a Cataluña a realizar la transición energética… en Aragón. La utopía secesionista fracasó, pero la distopía orwelliana se ha impuesto. El doblepensar -aceptar como ciertas dos ideas contradictorias- es muy común entre esta elite política: se creen muy modernos y antinucleares, pero castigan a las renovables y acaban haciéndonos depender de la energía nuclear. El discurso político es el de la “soberanía energética”, pero la realidad es la dependencia de otras comunidades.
Una vez paralizada la economía, inventan excusas a posteriori y nos salen con la demencial ideología del decrecimiento
Es una elite que, a pesar de sus discursos rupturistas (independentismo) o revolucionarios (colauismo), se aferra al statu quo. En contra de todo reformismo acaban siendo los principales agentes de la podredumbre. Una vez paralizada la economía, inventan excusas a posteriori y nos salen con la demencial ideología del decrecimiento. No defienden a los pobres, justifican el empobrecimiento, porque son incapaces de facilitar la creación de riqueza. Y, si su esotérica teoría económica no cuela, tratan de tapar el fracaso con discursos identitarios destinados a masajear el ego de los hijos de una burguesía con la vida resuelta.
Cataluña debería liberarse de esa elite del no, de esa elite hipócrita, que se llena la boca de buenos sentimientos, mientras prende fuego al ascensor social. Debería liberarse de tanto progresismo antiprogresista, porque el éxito de una sociedad no solo depende de la fuerza de sus instituciones, sino también de la cultura y los valores que la mueven.