La universalidad es una universalidad de «extraños», de
individuos reducidos al abismo de la impenetrabilidad
no solo para los demás, sino también para sí mismos.
(Slavoj Zizek, La nueva lucha de clases).
Sin restar un ápice del terror y el desastre que supone el drama civilizatorio de los refugiados, ¿de qué hablamos cuando hablamos de «crisis civilizatoria»? O, incluso con mayor precisión, ¿a qué se puede referir alguien cuando habla del reto para Europa, para los valores de Europa, que supone la llegada masiva y mortífera de los refugiados? Habrá quien se pregunte por qué debería ser un «reto», pero por lo general quien hace este tipo de preguntas lo que está buscando es una vía de escape, y una excusa para no mirar no solo al drama directamente, sino siquiera a sí mismo, a la propia historia Europea. En uno de sus últimos libros traducidos en España, La nueva lucha de clases. Los refugiados y el terror (Anagrama, 2016), el filósofo esloveno Slavoj Zizek plantea que esta crisis «debe servir para que Europa se redefina a sí misma». Quizás haya muchas maneras de comprender este planteamiento, pero existe una posibilidad de comprenderlo en una clave civilizatoria que tiene en cuenta el pasado de Europa pero, sobre todo, el porvenir de Europa, el futuro «civilizatorio» –si se lo quiere llamar así– del continente y la idea de Europa.
Si pudiésemos cometer el terrible crimen de resumir el libro de Zizek en una sola frase o slogan, quizás el más adecuado sería algo así como «un tirón de orejas para toda la izquierda», y probablemente ese tirón de orejas tiene que ver precisamente con esa crisis y redefinición que Zizek mismo vive, como un europeo más. A sus lúcidos análisis de los orígenes del conflicto, que hunde sus raíces en las consecuencias de una economía globalizada (de ahí que dedique un apartado a esta «economía política» de los refugiados, pues la situación de guerra y desesperación no solo se comprende por la presencia de determinados tiranos o de negocios sangrientos con estos «estados fallidos», sino que se enmarca en un momento histórico concreto, como es el desarrollo de un mercado global al que la economía local no siempre puede integrarse de forma adecuada); Zizek aporta también ciertas claves fruto de su profunda crítica del discurso de lo que en libro se denomina como «izquierda liberal». La obra no deja indiferente y, si podemos decirlo así, tampoco deja títere con cabeza. Zizek critica fundamentalmente un discurso de izquierdas que, por miedo a sonar (¿o ser?) colonialista/imperialista/occidentalocéntrico/etc., evita una confrontación o incluso un análisis crítico de la situación, abogando por exigencias utópicas (como la apertura incondicional de las fronteras) que no necesariamente suponen una mejora o una solución del problema; Zizek llama, entonces, a romper con los tabúes de la izquierda. En este punto la economía política y la búsqueda de soluciones políticas se fusionan en un texto de Oscar Wilde que Zizek suele recuperar en varios de sus escritos, «El alma del hombre bajo el socialismo»:
«[Los hombres] se encuentran rodeados de una horrenda pobreza, de una atroz fealdad y de una repulsiva miseria. Es inevitable que se dejen conmover por todo eso. En consecuencia, no es de extrañar que los hombres, con unas intenciones admirables pero erróneas, se dediquen muy seriamente, y también muy sentimentalmente, a la tarea de remediar los males que ven a su alrededor. Pero sus remedios no curan la enfermedad: lo único que hacen es prolongarla. En realidad, puede decirse que sus remedios forman parte integrante de la enfermedad. […] El único objetivo justo ha de ser construir la sociedad sobre una base tal que la pobreza sea imposible. Y lo cierto es que las virtudes altruistas han impedido la consecución de esa meta.»
Por supuesto, ni Zizek ni Wilde están proponiendo con ello anular toda ayuda o empatía respecto a los problemas a los que asolan los condenados de la tierra, se trata de comprender que la ayuda, antes que solucionar el problema, aplica paliativos que prolongan la injusticia (hay un ejemplo claro de esto, y es la dura decisión que muchas veces han tenido que tomar organizaciones como Médicos sin Fronteras de abandonar territorios de conflicto, puesto que su ayuda estaba perpetuando la opresión y la injusticia en la zona). Tampoco se puede negar que, si bien Zizek acusa de utópicos a aquellos que piden una apertura incondicional de las fronteras, es incluso una utopía todavía más difícil la de plantear un cambio en el sistema. Pero lo importante, lo que quizás debería destacarse por encima de todo, es que un pensamiento como este permite señalar al verdadero culpable del problema, en clave sistémica, por supuesto. Y, en este sentido, la conclusión es preocupante: el drama de los refugiados es una consecuencia de la economía global, Zizek va más lejos y habla incluso del «precio» que paga la humanidad por esa economía global. Llegados a este punto, cobra todo su sentido esa «economía política» de los refugiados, que permita entender que la crisis civilizatoria no proviene del hecho de que miles de personas escapen del terror, sino de que esta situación es una consecuencia de la economía globalizada. Zizek enumera una serie de causas que van más allá del argumento con el que, muchas veces, desde la izquierda, se retrata la impotencia del pensamiento y de la crítica, como son los turbios negocios petrolíferos entre occidente y oriente (lo que, de más está decirlo, no deja de ser una causa de importancia mayor).
Una de las consecuencias más graves que produce la economía global es la pérdida de soberanía productiva y alimentaria de las regiones, la cual produce movimientos poblacionales masivos hacia las ciudades, que se ven desbordadas y que solo pueden integrar un porcentaje muy bajo de los recién llegados, mientras que el resto –la gran mayoría– tiene que buscar alternativas en un mercado laboral que se mueve entre la saturación y la esclavitud «políticamente correcta». Esta pérdida de soberanía no solo supone un empobrecimiento masivo de la población, que queda a merced de los señores de la guerra que surgen en estas regiones, supone un debilitamiento y posterior desintegración del poder estatal, en la medida en que no hay una población con capacidad para sostener ese poder, que tratará de sostenerse por sí mismo, mediante el terror y enriqueciendo a las clases militares y terratenientes, que excluyen sistemáticamente a la mayoría de la población (o mejor dicho, cuya única integración posible es la sumisión al terror y el trabajo forzado). Y esta situación no es solo cuestión de observaciones y análisis perspicaces, Bill Clinton llegó a decir, en una reunión sobre alimentación de las Naciones Unidas: «»La fastidiamos» en el tema de la alimentación global» (es quizás en este punto, y con declaraciones como estas, cuando resuenan con más fuerza las palabras de Oscar Wilde). Esta situación, como puede verse, produce nuevos apartheids, que crecen al amparo de la ayuda internacional, que supera ya su categoría de «ayuda» hasta la de solución, reduciendo así la «soberanía» de la recuperación de las poblaciones y regiones afectadas. Si a todo esto sumamos una estrategia mediática que no es capaz de superar prejuicios raciales o culturales, y que solo sabe informar desde el drama pero no desde las raíces del problema y que, para colmo, hablan de «mareas», «oleadas» y, tristemente también, de «invasiones» (de alambradas, de zonas, etc.); el problema no solo se dificulta sino que, y es uno de los crímenes más graves, parece imposible de solucionar, o hace parecer que la solución solo pasa por lo que nosotros, los europeos, hagamos con respecto a los refugiados. ¿Y si lo que quisiéramos hacer fuese solucionar los problemas en los países de origen (además, por supuesto, de ofrecer una solución digna, respetuosa de los derechos humanos que decimos defender, a todos estos seres humanos esperando en nuestras fronteras)? Nuevamente, abrir las fronteras quizás solucionaría un drama que no puede esperar más, pero también supondría una oportunidad para el populismo racista y neonazi de justificar una idea de Europa que no es ya la nuestra, que nunca más lo será, pero sobre todo, abrir las fronteras supondría también perpetuar un poco más un problema que no es nuevo, que sucede desde hace décadas pero que los desequilibrios recientes en la región convirtieron en un problema europeo (y cobran un terrorífico valor las palabras de Gadafi: «gentes de la OTAN. Estáis bombardeando un muro que ha impedido la emigración africana a Europa y la entrada de terroristas de Al-Qaeda. Ese muro era Libia, y lo estáis rompiendo. Sois idiotas y arderéis en el infierno por los miles de emigrantes que se irán de África.»).
Volvamos un momento, para terminar, sobre esta cuestión de la redefinición a la que invita una crisis. ¿Qué quiere decir una frase así? Quizás quiere decir que la crisis de los refugiados pone un espejo delante de Europa, que durante años representó (o lo intentó) el ejemplo más importante de desarrollo de los valores democráticos y de la libertad que puede alcanzarse por medio de un consenso entre pueblos distintos y distantes. La crisis de los refugiados es una crisis porque en Europa no somos ya capaces de materializar eso que creíamos ser, una impotencia de la que dan cuenta nuestras fronteras, que solo saben ser más peligrosas y más altas, pero no más justas. Jacques Derrida evitaba hablar de democracia, en presente, y prefería situar a la democracia como algo por venir, algo hacia lo que intentamos caminar, pero que nunca se alcanza, porque nunca se puede alcanzar una democracia plena. Democracia por venir, eso quiere decir que aquello que pueda ser «lo» democrático, el avance democrático, solo puede venir de lo que llega, de lo que acontece, de eso que, como todavía no ha llegado, es lo otro, lo totalmente otro y desconocido, cuya llegada produce un acontecimiento y cuyo efecto más claro es, normalmente, quedarnos sin palabras, mostrarnos vulnerables y faltos de preparación. Los refugiados vienen a Europa buscando algo que no existe siquiera para los europeos, son ellos los que mantienen, hoy en día, más vivo ese sueño europeo que nosotros, quizá por darlo por sentado, ya ni sentimos. La democracia vive en el corazón del otro que no somos nosotros, del otro que llega y nos encuentra indefensos, ese otro, hoy, son los refugiados, cuya llegada pone en jaque eso que pensamos que era Europa, ellos son la invitación a una mejor democracia, en un mundo que no pague más la globalización con desigualdad y miseria.
Santiago Caneda Lowry es sociólogo, doctorando en filosofía por la UNED y miembro del seminario de investigación permanente Decontra