La Diada de los camisetas negras

Esta será la Diada de los separatistas separados. Será un espectáculo cainita y la demostración de que el odio es cegador

No es difícil encontrar, en los libros de Historia, ejemplos de sociedades educadas y cultas que han optado por el suicidio colectivo. Hay épocas en los que la emotividad anula la razón, la luz de la Ilustración se apaga, emergen autodestructivos odios tribales y se toman las peores decisiones. En la primera mitad del siglo XX nuestro continente fue epítome de este fenómeno. La democracia liberal vivió asediada por las ideologías totalitarias, la demagogia de los oportunistas y la irresponsabilidad de la ciudadanía.

Algunos politólogos e historiadores han comparado nuestro presente con aquel pasado. Quizá sea una hipérbole improcedente, pero las locuras colectivas transitorias ocurren y las instituciones deben estar preparadas para que la tiranía de la mayoría no destruya la convivencia y/o la propia democracia. Quizá la exageración no sea tal. Prácticamente, ninguna sociedad occidental contemporánea ha escapado a la fiebre populista. En la democracia representativa más antigua del planeta, el Reino Unido, se abalanzaron directa y apasionadamente hacia el precipicio del Brexit. No hubo vuelta atrás.

Chile solía ser el valor refugio de un continente con tendencia a la ensoñación autoritaria. Sin embargo, en los últimos tiempos abrazaron el sueño de nuestros podemitas con un proceso constituyente, algo delirante y tremendamente excluyente. Nunca debió redactarse una constitución con esos ánimos revanchistas, aunque gracias a su sensatez, los chilenos tomaron la mejor decisión el pasado domingo y ofrecieron una nueva oportunidad al moderantismo.

En Cataluña

Durante la última década Cataluña también ha caminado sobre ese inestable alambre. Hace cinco años la elite nacionalista, bajo los delirantes efectos de la soberbia, dio un traspié cometiendo una sedición de manual. Solo la fortaleza de la red institucional de España salvó a Cataluña de caer y espachurrarse en el suelo autoritario de aquellas infames leyes de desconexión. Hoy el fuego emocional de aquellos terribles días ha desaparecido en gran parte de la sociedad catalana, pero aún permanecen vivas unas peligrosas brasas.

La juventud ha desconectado masivamente del separatismo

El proceso de normalización de la política catalana está siendo costoso. La Generalitat de Cataluña sigue necesitando una refundación democrática. El separatismo pierde apoyos sociales, pero el Govern de Pere Aragonès sigue despreciando profundamente el pluralismo y el Estado de derecho. De hecho, las políticas actuales de la Generalitat, aunque menos ruidosas, son más radicales que las de Artur Mas o Carles Puigdemont si exceptuamos los hechos de octubre de 2017.

El ataque al derecho de las familias a elegir la mejor educación para sus hijos nunca había sido tan frontal. El consejero de Educación, Josep González Cambray, se permitió anunciar ante el inicio del curso escolar que “en ninguna aula de este país se aplicará el 25 % de castellano”. El gobierno de España pudo parar esta violación de los derechos y las oportunidades de los estudiantes catalanes, pero no quiso. Y es que Pedro Sánchez está cada día más cerca de Esquerra Republicana y más lejos de la Constitución española.

A pesar de la complicidad socialista, el separatismo mengua y la libertad se abre paso. Pere Aragonès no será el único joven catalán que no acuda a la manifestación convocada por la ANC para este domingo. La mayoría pasará un agradable fin de semana en la playa o en casa. La juventud ha desconectado masivamente del separatismo. No obstante, este, frustrado, se reconcentra y se fanatiza. El club de fans de Laura Borràs es un ejemplo, y la manifestación de la Diada de este domingo será una paradigmática expresión.

Esta será la Diada de los separatistas separados. Será un espectáculo cainita y la demostración de que el odio es cegador. Anhelaban la mirada del mundo, pero ya no ven lo que en él ocurre, ni lo que en él ocurrió. Solo así se entiende el tremendo error estético de aquellos otrora obsesionados con el márquetin y la propaganda. Durante el verano ya habían ofrecido claros signos de decadencia en sus gustos. Nos impactaron las imágenes de la piscina de Rahola y los insultos del guitarrista fanático. Pero el domingo viene el colofón: las camisetas negras.

Los separatistas marcharan sobre Barcelona ataviados con camisetas negras, y lo harán exactamente un siglo después de que los nacionalistas de Benito Mussolini tomaran Roma vestidos con camisas de ese mismo color. Macabra coincidencia simbólica. Si la historia se repite esperemos que sea a la manera marxista. La marcha de los camicie nere acabó en tragedia. La de los camisetas negras sonará a farsa, aunque su amor por el pueblo tampoco pasó nunca de lo retórico. Dividido o no, el nacionalismo sigue siendo la mentira más poderosa.