La desigualdad no es un problema

Tan colosal ha sido el éxito que ha cosechado el capitalismo desde su irrupción, hace ahora dos siglos, que sus detractores se han visto obligados a cambiar radicalmente de discurso para ocultar, en la medida de lo posible, sus fallidas predicciones, a fin de poder justificar un modelo alternativo. El socialismo, en mayor o menor grado, siempre ha justificado la intervención del Estado en la actividad económica sobre la base de que el libre mercado no sólo acarrearía la injusta y generalizada explotación de los trabajadores a manos del siempre malvado empresario, sino que, en última instancia, condenaría a la miseria a la inmensa mayoría de la población.

«Centrar el debate político en la reducción de la desigualdad supone desviar la atención de los auténticos problemas que deberían ocupar la agenda pública, como mejorar la renta, empleabilidad y bienestar de la ciudadanía, ya que, en el fondo, el único objetivo que persigue la izquierda con este particular debate es justificar las subidas de impuestos y su posterior redistribución con fines claramente clientelares»

Lo que ha sucedido, sin embargo, es justo lo contrario. Las economías más libres, donde el capitalismo ha arraigado con fuerza, registran una renta per cápita media de casi 65.000 dólares al año, frente a los poco más de 7.000 de los países más estatistas, tal y como revela la Fundación Heritage. La evidencia es de tal calibre que, desde hace años, los anticapitalistas centran sus críticas en el aumento de la desigualdad o la reciente «emergencia climática» para poner en cuestión el sistema vigente. El problema es que, una vez más, se equivocan.

En primer lugar, porque la desigualdad, en realidad, no es ningún problema. Hay países enormemente desiguales cuya población disfruta de una alta calidad de vida y, al revés, países igualitarios donde la pobreza abunda. Irlanda, Dinamarca o Finlandia, por ejemplo, registran uno de los niveles más altos de desigualdad en materia de riqueza, siendo de los más desarrollados de Europa, mientras que en Eslovaquia, Malta, Eslovenia o Portugal la concentración de la riqueza es de las más bajas, siendo también los más pobres.

Asimismo, Luxemburgo, cuya desigualdad de renta es de las más altas de la UE, con 33,2 puntos, según el coeficiente de Gini, disfruta de una de las mayores rentas per cápita del mundo, con casi 81.000 euros al año a precios homogéneos, mientras que en Eslovaquia sucede justo lo contrario. Esto dignifica que, como mínimo, la desigualdad no es un indicador válido para estimar el progreso o la calidad de vida que disfruta una u otra sociedad.

En el caso concreto de España, mientras que registra una de las desigualdades patrimoniales más bajas del continente, gracias a que la mayoría de hogares cuentan con una vivienda en propiedad, la desigualdad de renta se sitúa por encima de la media comunitaria, sin que esto, nuevamente, diga mucho acerca de la prosperidad real del país. Y lo más curioso de este debate es que los mismos que enfatizan el problema de la desigualdad son quienes propugnan las peores recetas para combatirlo.

Así, si bien una de las consecuencias que ha traído consigo la crisis ha sido el aumento de la desigualdad de rentas, el motivo de tal brecha no responde a la mejora de los más ricos, sino a la sustancial caída de ingresos que sufrió el 40% de la población con menos recursos debido a la lacra del paro. «El desempleo permite explicar hasta un 80% de la varianza del índice de Gini», según BBVA Research. Por esta misma razón, la desigualdad no ha dejado de caer en España desde 2014, coincidiendo con la reducción de la tasa de desempleo, para cuya consecución ha sido clave la reforma laboral de 2012, gracias a la relativa flexibilización del mercado de trabajo.

En segundo lugar, por mucho que algunos se empeñen en decir lo contrario, la desigualdad no ha dejado de caer a nivel global en las últimas décadas, coincidiendo, no por casualidad, con el colapso de la antigua URSS y la gradual apertura económica de China e India. La globalización ha permitido que cientos de millones de personas salgan de la pobreza para integrarse, poco a poco, en las clases medias, reduciendo así las diferencias entre países. Y todo apunta a que esta tendencia se mantendrá en el futuro, tal y como avanza otro informe de BBVA Research.

De hecho, por primera vez en la historia de la humanidad, más del 50% de la población mundial ha pasado a engrosar las filas de las rentas medias, hogares que tienen un poder adquisitivo de entre 11 y 110 dólares al día por persona. Y, al mismo tiempo, la pobreza extrema, que consiste en vivir con menos de 1,9 dólares al día, se sitúa ya cerca del 8% de la población mundial, un mínimo histórico, lo cual contrasta con el 40% registrado en 1980 o el 94% existente a principios del siglo XIX. Y todo ello, a pesar de que la población se ha multiplicado por siete.

No, la desigualdad no es un problema en sí mismo, y, aun en el caso de serlo, la libertad económica, y no el socialismo ni los impuestos, ha demostrado ser la mejor receta para lograr su reducción. Centrar el debate político en la reducción de la desigualdad supone desviar la atención de los auténticos problemas que deberían ocupar la agenda pública, como mejorar la renta, empleabilidad y bienestar de la ciudadanía, ya que, en el fondo, el único objetivo que persigue la izquierda con este particular debate es justificar las subidas de impuestos y su posterior redistribución con fines claramente clientelares.