La desconexión emocional con lo catalán

El movimiento independentista no quiere verlo. Prefiere ignorarlo. O tal vez ni se ha planteado que pueda suceder. Quiere seguir adelante.

En ese intento de mantener vivo el partido se establece una divisoria: hay quien se lo cree de verdad, quien ha insultado a la CUP en las últimas semanas porque impedía la investidura de Artur Mas, quien el sábado, cuando recibió la noticia de que se negociaba para que Puigdemont fuera el nuevo presidente, se levantaba de la mesa en un restaurante y se abraza al camarero con lágrimas en los ojos. Y hay quien lo ve instrumental, pero mantiene el mismo fervor. Quien cree que se trata de forzar la máquina para obtener un buen acuerdo cuando el Gobierno español decida que debe solucionar el problema. Pero ninguno de los dos tipos de independentista percibe que se está produciendo una desconexión con lo catalán, porque el bloque soberanista se ha apropiado, precisamente, de lo catalán.

Esa imagen se vivió en el Parlament, entre los 135 diputados en el momento de la votación de la investidura de Carles Puigdemont. En cualquier otro momento reciente, los 135 miembros de la cámara catalana hubieran sentido algo de emoción: con Jordi Pujol, con Pasqual Maragall, con José Montilla, y con el propio Artur Mas en 2010, después de siete años en la oposición ocurrió claramente. Se trata del presidente de la Generalitat, de todos los catalanes.

Sin embargo, esa magia no se vivió el domingo y está desapareciendo entre muchos catalanes. Es muy cierto que los países que funcionan mejor tienen un sentido comunitario, de que van a una. Pero la apuesta persistente del bloque independentista, que sabe que no tiene la mayoría en Cataluña para lograr sus objetivos, puede dejar en la estacada a una buena parte de catalanes que no pueden asumir –a pesar de repetir y repetir el mensaje– que Carles Puigdemont es el 130 presidente de la Generalitat. Es el noveno, si incluimos a Irla y Tarradellas, de la Cataluña contemporánea. Lo otro es otra cosa, producto de situaciones históricas muy distintas, en las que no existía el concepto nacional de Cataluña, como tampoco, por cierto, de lo español, como explica muy bien Álvarez Junco en sus obras centradas en el siglo XIX.
 
Pero el relato se machaca, una y otra vez, y se juega siempre en el mismo terreno de juego, con símbolos y con tradiciones maquilladas. No importa que no se sintonice con ello. Es como un juego sólo para unos cuantos. Aunque sean muchos. Aunque sea casi la mitad de este país.

Por ello aparece esa desconexión emocional con lo catalán. Es terrible para los catalanistas de primera hora, que perseguían un solo pueblo. La imagen de Puigdemont, prometiendo el cargo sin referencias algunas al entramado jurídico español, –él es el representante del Estado en Cataluña– gustarán mucho a los convencidos, pero desconectan al resto de catalanes. Cuidado.