La «democracia» de las audiencias

Estamos llegando al ecuador de esta campaña electoral y si ustedes hacen como yo y evitan los mítines y los debates electorales, casi ni se darán cuenta de que las elecciones son dentro de diez días. Las luces navideñas que cuelgan en las farolas de las calles impiden que se vean los carteles con las caras de los candidatos, lo que por otra parte deberíamos agradecer como un regalo divino. Una caída en la calma chicha.

Leí una vez en un artículo de Arturo Ortega Morán que hablar de calma chicha es hablar de la quietud. Pero no de esa que cura la fatiga, no de esa que abre espacios a la meditación, no de la que es remanso en la turbulencia de la vida. Hablar de «calma chicha» —nos indica el escritor mexicano especializado en el origen de las palabras en español—, es hablar de la otra quietud, la que desespera, en la que no hay negro ni blanco, ni frío ni calor, ni bien ni mal… la que sabe a muerte. Esta campaña electoral sabe a muerte porque en ella morirán algunos políticos.

Pedro Sánchez, por ejemplo, huele a cadáver aunque no sea peor político que Pablo Iglesias, el izquierdista de cartón piedra, o Albert Rivera, un personaje aupado por la «democracia de las audiencias», que es la que dicen que condena, aunque yo no lo creo, a Mariano Rajoy.

Eso de la «democracia de las audiencias» es un concepto muy parecido al de «democracia en red», que impuso hace algún tiempo Manuel Castells y que originó demasiadas expectativas sobre la democratización del espacio público. Las redes sociales nos permiten opinar sin necesidad de acudir a los intermediarios pero no enriquecen en nada la profundidad de la democracia.

De la misma manera les digo que la «democracia de las audiencias» también existe y sin embargo tampoco es garantía de nada. Asusta y basta, especialmente a los políticos. La mayoría de los políticos dan sensación de ansiedad y desmesura para conseguir la aprobación de esa audiencia que después se medirá en votos. De ahí su temor.

Afirmaba Elisabeth Noelle-Neumann en su famoso libro La espiral del silencio (1995) que cuando los ciudadanos intentan formarse una opinión acerca de algo, primero observan cuáles son las opiniones predominantes o hegemónicas de su entorno y después toman partido. Se podría decir que esto está bien, porque al fin y al cabo para opinar es importante tener información y contrastarla. No obstante, también afirma Noelle-Neumann, que el miedo al aislamiento, la necesidad de «correr en pelotón», es la fuerza que pone en marcha la «espiral del silencio» que provocan los mismos medios de comunicación. La masa difumina lo particular y así pierde fuelle el pluralismo.

La estrategia de esa «opinión pública» cualificada —cuyo objetivo también es el poder—, consiste en reinterpretar lo que cada cual ya tiene la oportunidad de evaluar por sus propios medios. Se trata de dirigir al elector. Los llamados «nuevos» políticos, que no lo son tanto como propagan los medios «amigos», son un producto mediático incluso desde un punto de vista cromático.

Entre el rojo y el azul les place poner el color naranja o morado. Es tan importante lo que dice un político como lo que vocea el médium que les interpreta. ¿Quién o qué determina aquellos temas que son de interés público? Ese es el problema.

Hoy algunos medios de comunicación se invisten de sepultureros porque consideran que en el pasado la «vieja» política les perjudicó y esperan «cobrar» más adelante las ayudas que ahora prestan a los «nuevos» políticos. Los muertos asustan cuando no dan risa.