La decadencia catalana
La elección de Quim Torra como presidente de Cataluña es un paso más hacia la ruptura del marco de convivencia social
La anodina investidura del flamante president Quim Torra encarna el triunfo del conjuro sobre la política, entendida ésta como el arte de lo posible.
Reducido desde hace años el Parlament a un cenobio que acoge los rituales y la liturgia independentista, no pueden sorprendernos los designios de Carles Puigdemont en la persona de Torra, aunque no deje de maravillar que, como en la obra de Pirandello, Torra se someta a no aceptar otra realidad que no sea aquella para la cual ha sido creado por Puigdemont.
Es decir, Torra asume de buen grado su categoría de personaje que ha encontrado a un autor y que se presta a interpretar a un actor que vaga por el teatro dentro del teatro.
La decadencia cívica que implica esta ficción institucional en Cataluña supone de facto la interrupción del sistema democrático, por cuanto que éste no puede quedar reducido al mundo de las apariencias formales.
El de Puigdemont parece consistir en un guión en el que Torra emulará al príncipe Potemkin, dedicándose a erigir una república prefabricada de quita y pon, puro decorado de cartón mediático para ser jaleado por los figurantes del procés.
Lamentablemente para todos, más allá de los síntomas de trastorno histriónico que la personalidad del líder objetivamente exhibe, subyace una profunda falta de empatía hacia los ciudadanos cuya representación se arroga.
Por más que Puigdemont crea que tañir la lira no tiene consecuencias, lo cierto es que el declive de la sociedad civil en Cataluña resultará inevitable si sus primeras autoridades persisten en el más absoluto de los desprecios al marco de convivencia democrática que los catalanes se dieron a sí mismos.
Y parece plausible suponer que la elevación de Torra al altar nacionalista significa una apuesta por un “cuanto peor mejor” a lo Nikolái Gavrílovich, que busca seguir socavando la credibilidad de las instituciones autonómicas abonando así el terreno para poder hacer tabla rasa en nombre de la fe separatista.
Torra no hará política, sino que la escenificará, porque los independentistas necesitan prevalencia mediática
Desde este empecinamiento en el discurso del no enmedalla, el independentismo oficial persiste en centrifugar todo punto de encuentro, porque su lógica política se fundamenta en una polarización que solo es posible conseguir aislando las posiciones políticas respectivas para impedir todo atisbo de mestizaje de ideas.
De ahí que Torra evitase concretar propuestas políticas específicas en su púlpito de investidura, y se limitase a regurgitar un relato basado en las identidades sociales como eje para materializar un proyecto político que articule la “voluntad general” del 48% de los electores.
Por eso Torra no hará política, sino que la escenificará, porque los independentistas necesitan prevalencia mediática para que su representación metateatral tenga éxito.
Su victoria pasa por sembrar cizaña entre un público cautivo, convertido en simple espectador del descenso inexorable de Cataluña hasta dos comunidades diferenciadas e incomunicadas, asomadas al abismo del deterioro del tejido social y económico catalán.
Y es por eso que la decadencia catalana continuará.