La CUP y el gran error de Artur Mas
La CUP ha marcado el núcleo del programa político del independentismo en los dos últimos años. Su extraordinario éxito electoral, con diez diputados en las elecciones de 2015, colocó a la formación anticapitalista en una posición de privilegio. Aunque recibió un voto prestado –muchas parejas frivolizaron con el voto y decidieron votar a Junts pel Sí o la CUP tirando una moneda al aire con la convicción de que todo servía para que el soberanismo cobrara fuerza— la CUP defendió su ideario que pasa por la desobediencia, por una actitud contraria al sistema político democrático.
El problema fue que Junts pel Sí, para poder lograr la investidura, primero de Artur Mas, –vetado– y después de Carles Puigdemont, compró la mercancía de la CUP. Y esa línea la traspasó Artur Mas, sin pensar con cautela qué era exactamente lo que se había llevado a casa. Aunque algunos dirigentes de su propio partido –ahora PDECat– se lo advirtieron, Mas prefirió retirarse, no convocar elecciones, y situar a la CUP en el centro mismo de la política catalana.
¿Resultado? La CUP entiende que no debe obedecer la ley de un estado democrático. Y su diputada Anna Gabriel, que pertenece a Endavant-Osan, el partido radical de la CUP, asegura que si el Gobierno central no permite la celebración de un referéndum, «la reacción que necesitará este país –Cataluña– deberá ser proporcional a la reacción que haya tenido el Estado español, que puede ser cruenta, puede ser virulenta». (…) «La reacción del Estado español ha de ser constestada, como mínimo, con una fuerza de reacción equivalente».
Eso resulta, por lo menos, extraño, porque el Gobierno no irá más allá del cumplimiento de la propia ley. El movimiento independentista sigue considerando que hay dos legitimidades en pie de igualdad, y que si el Parlament de Cataluña aprueba cualquier medida, como un referéndum unilateral, o una ley de «desconexión», eso debe tenerse en cuenta, aunque rompa con la Constitución. Se sigue sin entender que el poder del Parlament, de la Generalitat, emana, precisamente, de esa Constitución. Si el Gobierno central toma una medida, será acorde con esa defensa de la legalidad. No se trata, por tanto, de reaccionar en función de lo que decida el Gobierno.
Lo preocupante no es lo que defienda la CUP, sino la asunción de sus principios por parte del Gobierno catalán. Artur Mas ha apelado a la fuerza del «pueblo de Cataluña», para que reaccione en la calle ante las decisiones que pueda tomar el Ejecutivo español. Y ha minimizado el incidente de la fiscal jefe de Barcelona, Ana Magaldi, que recibió insultos que ella misma ha denunciado en una conferencia de prensa.
El soberanismo democrático, el que representa el PDECat y ERC, no se distancia de la CUP, al entender que la necesita para «ampliar la base» del movimiento, y que esa transversalidad, de hecho, es un valor. Pero lo que pretende la CUP no casa con la defensa del sistema democrático, y eso es lo que sigue sin ver el propio Artur Mas, pero que puede ser decisivo para que una parte de ese movimiento independentista se acabe alejando cuando las cosas se pongan feas, y se promuevan manifestaciones y algaradas en las calles.