La CUP: breve historia de un harakiri

El resultado de las últimas elecciones daba a la CUP el poder de determinar quién sería el nuevo presidente de la Generalitat. Una responsabilidad que, si no actuaban muy bien, más que un favor constituiría un gran inconveniente para los diputados de la formación. Así, hicieran lo que hicieran dejarían muy descontentos y decepcionados a una parte de sus votantes.

Desde mi perspectiva, éstos se dividen en tres grandes bloques: los que son más independentistas que anticapitalistas, los que consideran a la revolución su prioridad y aquellos que no tienen del todo claro lo que son políticamente. Sin duda, este último grupo es el más heterogéneo y probablemente su voto estuvo más influenciado por la manera de actuar de sus candidatos (simpatía, vestimenta, forma de expresar sus ideas, etc.) que por el fondo de sus propuestas.

Los primeros quedarían decepcionados si la CUP no votaba a favor de Mas y no ponía al procés por encima de cualquier otro aspecto. Los segundos, si investían a un candidato de Convergència, pues asociaban a este partido a la corrupción y a los recortes sociales de los últimos años. Y los terceros, por muchos y diversos temas, pues probablemente la mayoría de ellos les votó más por descarte que por convencimiento de lo que representaban.

En un primer momento, manejaron bien su responsabilidad. Quisieron dejar claro que ellos tenían la llave (la que Carod Rovira guardaba en su bolsillo en los tiempos del Tripartito) y, para que nadie lo dudara, hicieron bailar repetidas veces a los miembros de Junts pel Sí al son que ellos tocaban.

Les hicieron aprobar una declaración de desconexión del Estado, sacar 271 millones de euros para un plan de choque social (¿no nos habían repetido muchas veces que a la Generalitat no le sobraba ni un euro?) y consiguieron que Mas prometiera que sólo estaría en el cargo 18 meses, ejerciendo la presidencia de la Generalitat de forma casi colegiada.

Además, no aceptaron que nadie les marcara el ritmo de sus decisiones y por ello advirtieron a Junts pel Sí que no les dirían nada definitivo hasta después de las elecciones españolas. A través de dichas actuaciones, todo el mundo observó algo relativamente inaudito: el partido menos votado era el más importante del parlamento. ¡Chapeau!

No obstante, todo se empezó a torcer cuando en la asamblea decisiva el «sí» a Mas empató con el «no». En concreto, a 1.515. Una probabilidad casi imposible de observarse. Tanto que los estadísticos ni la consideran. Así, puestos a empatar hubiera sido más original y simbólico hacerlo a 1.714.

El dislate continuó cuando después de que los representantes de las distintas asambleas que componen la CUP votaron «no» a Mas, sus representantes se mostraron dispuestos a seguir negociando. En lugar de ser una decisión definitiva, dieron la impresión de que sólo era provisional y, por tanto, susceptible de alterarse. El disparate continuó cuando dimitió su cabeza de lista (Antonio Baños), quién parece que, por su cuenta y riesgo, prometió a Mas que la CUP le daría los votos necesarios para ser presidente.

No obstante, el remate final ha sido el acuerdo parlamentario firmado con Junts pel Sí. En él, la CUP se compromete a que dimitan algunos miembros de su grupo parlamentario, prestarles dos diputados para el resto de la legislatura, votar a favor de cualquier propuesta que Junts pel Sí considere importante y les pide entre líneas perdón por no haber apoyado a Mas.

Y dicho acuerdo lo firman, si consultarlo con las bases. Pero, ¿no les consultaban todo lo importante? ¿Dónde está la formación anticapitalista y revolucionaria que se presentó a las pasadas elecciones? ¿Qué elixir le han dado para que de la noche a la mañana pase de ser un lobo feroz de determinados poderes fácticos a convertirse en un pobre corderito a merced de ellos?

Con la firma del anterior acuerdo, la CUP ha logrado lo imposible y no es contentar a la inmensa mayoría de sus votantes, sino defraudarles a casi todos. Los que no lo están, son aquellos que poseen una fe en sus representantes digna de mover montañas. Así pues, una formación que con unos pocos votos tenía un gran poder, decide en pocos días tirarlo todo por la borda y decir donde dije digo digo Diego. Lo mismo que haría cualquier partido político tradicional.

En definitiva, la CUP se ha hecho el harakari. Y no en privado y en la oscuridad, sino en público y a plena luz del día. Alguien algún día nos dirá por qué. Y me temo que la explicación será muy convencional.