La cultura del victimismo
Cada vez más crece el miedo a expresar puntos de vista diferentes a la vez que una cultura de la debilidad se va apoderando del pensamiento progresista dominante
La escritora J.K. Rowling, autora de la exitosa saga de Harry Potter, fue “cancelada” por decir que las “personas que menstrúan” son “mujeres”. A tal punto llegó la furia anti Rowling que, en aras de la neo corrección, la autora fue excluida de homenajes conmemorando los 20 años de la aparición de la saga del joven mago. Incluso las tres estrellas principales de la franquicia cinematográfica, quienes probablemente le deban todo lo que son hoy en día, la han criticado públicamente. Tan interiorizado fue el reproche a la autora, que el New York Times acaba de lanzar una campaña publicitaria invitando a los usuarios del metro a imaginar un Harry Potter sin su creadora detrás.
Parece imposible abrir la boca sin ofender a algún colectivo identitario, devenidos una especie de nuevos micro nacionalismos atomizados y casi omnipresentes desde las universidades de élite de Estados Unidos hasta las redacciones de los periódicos antaño más prestigiosos. Todo hiere y todo ofende porque los nuevos egos se estructuran en base a victimizaciones reales o imaginadas. Este sustituto de un razonamiento se construye sobre meras percepciones emocionales que dibujan un mundo maniqueo en el que la controversia, el debate y el desacuerdo no tienen cabida, ya que la exposición a ideas divergentes provoca malestar (principalmente de índole moral). Y quien provoca ese malestar insalvable, debe ser expulsado del debate público.
Si a esto le sumamos la polarización política reinante en muchos países occidentales en los que las opciones más radicales están en notable crecimiento, ello resulta en una psique social absolutamente frágil y macerada en la hostilidad de un mundo contra otro, en el que no caben medias tintas. “Ellos” contra “nosotros”. “Nosotros” siempre motivados por una especie de adanismo de los buenos sentimientos, nobles causas y mejores intenciones. “Ellos”, la representación del mal absoluto, movidos por espurios intereses. El razonamiento deja paso a una amalgama sentimental y dicotómica en la que una autora como Rowling se ve acusada de “tránsfoba” por el mero hecho de aceptar la existencia del sexo biológico.
Y es que, argumentan los defensores de este modelo, ya no existe una “verdad”, sino que cada uno tiene la suya propia. Una “verdad” que se ve amenazada con cualquier replanteamiento serio y que busca protegerse a través de la sobredimensión de la afrenta ubicándola en la exageración, a salvo del pensamiento crítico, a salvo de la endeblez de sus cimientos. Así cualquiera es hoy un fascista, un nazi, un racista o, como Rowling, un tránsfobo.
Más allá de cómo esa reacción exagerada desvirtúa no sólo la palabra, sino el hecho en sí, el resultado es que cada vez más crece el miedo a expresar puntos de vista diferentes a la vez que una cultura de la debilidad se va apoderando del pensamiento progresista dominante. Algo que está minando las universidades de Estados Unidos, convertidas en entorno hostil para profesores o alumnos con puntos de vista alternativos a la visión reinante. Se sobreprotege a los estudiantes, cediendo ante cualquier “pataleta cool”. Despidos, señalamientos, agresiones verbales y físicas, humillaciones y todo tipo de acoso son las piezas que se cobra esta nueva ola de supuesta “Justicia Social”. La caza de brujas ya no se decide en los despachos, sino que es iniciativa de masas “buenos ciudadanos” indignados.
En su The Coddling of the American Mind , Greg Lukianoff, abogado especializado en la libertad académica en los campus, y el psicólogo social Jonathan Haidt alertaban de las perniciosas consecuencias de esta sobreprotección intelectual de las nuevas generaciones, tan prestas a apretar el gatillo de la cancelación: “Una cultura universitaria dedicada a limpiar el discurso y a castigar a los oradores parece favorecer modos de pensamiento sorprendentemente similares a aquellos que los terapeutas de comportamiento cognitivo han identificado como causantes de depresión y ansiedad. El nuevo proteccionismo puede estar enseñando a los estudiantes a pensar de forma patológica”.
Una progresía muy mal entendida con afán moralista
Las redes sociales sin duda han contribuido a este fenómeno, pero no hay que confundir el afán censor del que se auto percibe como virtuoso poseedor de la verdad absoluta con la herramienta empleada. Así como el Código Hayes prohibía la blasfemia en el Hollywood de los años 30, hoy en día algunas aulas estadounidenses han prohibido leer la novela Matar un Ruiseñor por emplear términos racistas y por mostrar un personaje “sabio blanco”. No importa que la novela de Harper Lee denunciara precisamente ese racismo que dicen combatir, sólo importa que un adolescente expuesto a esa obra se sintiera perturbado por los términos ahí empleados.
Si los nazis quemaban libros “degenerados”, hoy en Canadá se queman ejemplares de Astérix por un supuesto «salvajismo sexual». El afán moralista y censor no es nuevo, lo que es descorazonador es que sean precisamente las élites intelectuales y culturales, los medios, las instituciones y corporaciones del mundo libre libre quienes se estén doblegando ante esta tiranía popular.
La última pieza que este nuevo macartismo se ha cobrado recientemente ha sido Maus, una novela gráfica, clave para entender el Holocausto y de una profundidad de incontables capas de análisis. Fue prohibida en un condado de Tennessee. ¿Su crimen? Contener desnudos y malas palabras. Lo interesante es que desde que saltó la noticia, las ventas de la obra de Art Spiegelman se dispararon. Porque, detrás del ruido “woke”, parece existir una mayoría que asiste en silencio al secuestro de su mundo por una progresía muy mal entendida. Es probablemente el momento de romper ese silencio. Como exhortaba Bari Weiss, azote del movimiento woke, en uno de sus análisis, publicado en la revista Commentary: “Llegamos aquí por cobardía. Saldremos con valentía”. Veremos.