La cultura del procés
Cataluña es hoy líder en impuestos, burocracia y deuda y, a pesar de algún dato que pueda llevar al optimismo, la realidad es que el Principado se ha estancado
La fuga de empresas y la pérdida de inversiones son pruebas irrefutables de la pérdida de atractivo del otrora motor económico de España. Cataluña es hoy líder en impuestos, burocracia y deuda, pero estas no son las causas de la decadencia, sino algunos de sus síntomas. La región pierde dinamismo empresarial frente a la pujanza de otras regiones. Siempre habrá algún dato para el optimismo y la autocomplacencia, pero la realidad es que, desde el procés separatista, Cataluña se ha estancado. Y los motivos los encontraremos, como en todas las decadencias, en unos factores socioculturales que impiden el cambio y la renovación. Ni rastro queda de las virtudes burguesas. Los valores se han atrofiado y persisten las peores ideas. El narcisismo victimista ha sustituido al espíritu empresarial. Se glorifica la queja y se estigmatiza el mérito.
El historiador Carlo M. Cipolla defendió una teoría general de la decadencia económica en la interesantísima colección de ensayos que la editorial Alianza acaba de reeditar. En La decadencia económica de los imperios algunos de los mejores historiadores del siglo pasado analizan causas y consecuencias de las decadencias del imperio romano, el español y el otomano, entre otros. En el primer capítulo, Cipolla lanza una mirada global y describe “una tendencia natural en todas las poblaciones a moverse hacia excesos o en busca de sensaciones anormales y experiencias antinaturales, una vez que han sido satisfechas las necesidades elementales y normales. El sentido común y el autodominio no son virtudes corrientes”.
Pocas búsquedas de sensaciones anormales han sido tan intensas en el Occidente del siglo XXI como el proceso independentista catalán. Los sectores más acaudalados de esta sociedad próspera quisieron jugar a la revolución nacionalpopulista o bolivariana. Irracionalmente se aferraron a malas ideas como la exaltación de las emociones adversativas y el desprecio de los fundamentos de la democracia moderna. Cipolla ya lo advirtió hace más de medio siglo: grupos de “fanáticos pueden envenenar la vida a sí mismos y a los demás”, y desviar recursos hacia los más improductivos e incluso tóxicos quehaceres. Así mueren las democracias, así se autodestruyen las sociedades.
La hegemonía cultural en Cataluña tiene elementos tan perniciosos como el maltrato al emprendedor, a la propiedad o a sectores económicos como el turismo o la industria del automóvil. Este pensamiento fue impulsado, paradójicamente, por el partido que supuestamente representaba a la burguesía, Convergència i Unió. Cuando Artur Mas se zambulló en el océano populista no solo adoptó la retórica demagógica, sino también una ideología destructora de toda prosperidad. Recordarán el entonces concepto de moda: las estructuras de Estado. Todo podía solucionarse, decía, con más estructuras de Estado, a saber, más gasto público, más cargos, más burocracia y, en definitiva, más impuestos. Pues bien, esta receta nunca ha funcionado; al contrario, siempre ha sido germen de la más amarga decadencia.
La cultura del procés predispone a tomar malas decisiones, también ante golpes externos. Ante una crisis económica y financiera mundial, decidieron poner en marcha una crisis política e institucional. Ante la pandemia, y a diferencia de comunidades como Madrid, decidieron castigar con especial saña a la mayoría de los sectores económicos. Y ante la actual subida de los precios, mantienen los impuestos más altos de España e, incluso, inventan alguno nuevo. Se atrincheran ante cualquier posibilidad de renovación, porque la red de intereses creados es espesa y paralizante. La clerecía del procesismo vive del erario y no tiene ningún incentivo a promover el cambio. Y, por esta razón, tampoco reconocerán la verdad de la dramática situación.
Revertir la decadencia es solo posible con una reacción social, con un cambio de valores y un abandono de las extravagancias. No es fácil. Tras alcanzar la prosperidad muchos creen que la decadencia es imposible y se aferran con orgullo y vanidad a las ideas fracasadas. Inventan enemigos. Culpan a otros. Cataluña no alcanzó la independencia, pero la cultura del procés se ha instalado en amplias capas de la población y la política. Las argucias en contra del castellano en las escuelas son, sin ir más lejos, un ejemplo paradigmático de esta cultura suicida que, desde el poder político, ataca al Estado de Derecho e impone una dinámica de división y empobrecimiento.