Hubo un filósofo griego, Platón para más señas, que delimitó nuestro problema actual hace cientos de años con una clarividencia premonitoria: “La pobreza no viene por la disminución de las riquezas, sino por la multiplicación de los deseos”. Algo así parece sucederle a la sociedad española en estos momentos. La crisis, los cambios en los niveles de vida de las clases medias, el paro en las más humildes y la falta de liderazgos claros en las clases dirigentes han hecho aflorar una frustración enorme que parece capilarizar todos los recodos de un país que parece aquejado de múltiples patologías psicosomáticas.
En el ámbito político, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero vive sus estertores de espaldas a su electorado tradicional y, peor aún, defraudando a quienes motivados e ilusionados con la creencia de que administrar el país desde una zona templada de la sociedad con sensibilidad social era mejor que hacerlo de espaldas a los menos favorecidos de la sociedad. Fueron aquellos que le votaron el 14 de marzo de 2004 y que volvieron a revalidarle en la Moncloa en 2008. A muchos, los deseos de que eso fuera así y la triste realidad los ha sumido en una profunda melancolía política.
En lo económico, el panorama no es más apasionante. El crecimiento del paro, la pseudo quiebra de una parte del sistema financiero, la desertización inmobiliaria y las consecuencias que todo eso tiene en los grandes indicadores macro y microeconómicos ha sumido a la sociedad española en una profunda depresión. Como cualquier otra enfermedad mental, su superación será lenta y no exenta de pequeñas recaídas que tensionan el funcionamiento ordinario de cualquier sociedad, por sólida, consolidada y cohesionada que sea.
Si se analiza el cuadro social, tampoco andamos mucho mejor. Indignados, radicales, semicabreados o cabreados del todo, la desesperación de una buena parte de la sociedad no sólo se expresa en acampadas y asambleas como las del 15M. Desde el trabajo, la comunidad de vecinos, las asociaciones privadas, de uno u otro signo, cualquiera de esos espacios de relación están agitados, sensibles, tristes incluso y, por supuesto, con una piel más fina que de costumbre.
Siguiendo la traza de Platón, no sólo somos más pobres porque nuestras viviendas valgan sensiblemente menos que hace cinco años, porque alguno de los miembros de nuestra familia o entorno esté en una situación de desempleo, porque nuestra empresa tenga problemas o porque el mes dure más que el sueldo. No, lo que nos está empobreciendo de verdad es aceptar la cruda realidad: nuestros deseos como país se habían multiplicado exponencialmente durante unos años en los que todos hemos vivido un peligroso espiral de falsa riqueza, de positivas expectativas y de falta de realismo colectivo.
Todos sin excepción nos estamos dando una ducha fría, rebajando el calentón. Alguna generación sólo ha vivido de cerca esos últimos años de euforia colectiva y, en consecuencia, son los más cabreados, los más rebeldes ante la situación recién nacida y, por supuesto, quienes albergan una mayor frustración individual.
Las expresiones de ese malestar general acaban teniendo el destinatario más frágil de los posibles: gobiernos y políticos. Es obvio que nuestro sistema político, nuestra siempre evocada joven democracia requiere una actualización urgente para adaptarla a los tiempos, pero haríamos bien en practicar una especie de egodisección y preguntarnos qué hemos hecho mal individualmente para alcanzar esta especie de fracaso colectivo. Y, por supuesto, preguntarnos qué han hecho otros elementos y agentes protagonistas de nuestra sociedad en los últimos tiempos y cuánta responsabilidad acumulan.
La iglesia, sin ir más lejos, tan preocupada por el condón y el aborto, ¿qué narices pensaba de las múltiples burbujas económicas que hemos atravesado? Seguramente, la española estaba demasiado ocupada de invertir en Gescartera u otros menesteres inconfesables y se olvidó de lo demás. Los sindicatos, que viven el eterno dilema de a quién representan y cómo preservan derechos que a veces harían sonrojar a algún sindicalista del siglo XIX, tampoco son ajenos a lo sucedido. Y los medios de comunicación, referentes permanentes en la conformación de la opinión pública, estamos colectivamente tan acabados que resulta insignificante nuestro papel de liderazgo social a estas alturas.
Miren, más allá de lo que dicen los libros, desconozco cuál sería el sentimiento individual e interior de los ciudadanos que vivieron a finales del XIX el tránsito al XX. Pero estoy seguro que la frustración de aquella generación del 98 que tanto hemos evocado en ocasiones no debería distar demasiado, salvadas las diferencias temporales y contextuales, de la actual. Nos sirve de consuelo que aquello se superó con el tiempo y que si cualquier sindicalista o político de hace dos siglos levantara súbitamente la cabeza se daría de bruces con una realidad evolucionada y mejorada sobremanera. Por tanto, una vez hecho el acto de contrición individual, queda suficiente espacio y tiempo para la esperanza.