La crisis también nos aporta alguna cosa buena

Hace años, en una de las primeras crisis que conocimos en mi generación, un reputado economista se hartó de explicar que una crisis acarrea siempre una dimensión negativa indiscutible, pero que también poseía efectos benéficos intangibles: se refería al saneamiento que producía en el mercado. Más concretamente a la depuración de actuaciones y actividades que o eran irregulares o medio ilícitas y que no podían soportar, por su falta de músculo y de solidez, los vaivenes de la oferta y la demanda.

Aquella tesis no sirve para una crisis de caballo como la atravesada en estos últimos años. De hecho, ésta se lo ha llevado casi todo por delante, lo regular y lo contrario. La intensidad y profundidad que ha tenido (sus efectos aún perduran, lamentablemente) ha deconstruido (que dirían los gastrónomos) todas las teorías existentes. Incluso la que les relataba de los años ochenta.

Sin embargo, y con ánimo posibilista, la crisis sí que nos lega cambios inmateriales. Uno de los más obvios es el aumento de la cultura económica general y financiera en particular. Con la economía sólo se atrevían cuatro gatos hasta hace bien poco. Era una materia desconocida en términos generales. Hoy se ha popularizado a fuerza de golpes de comunicación y de realidad; se ha instalado como un elemento científico más que conviene conocer y, al menos, entender en sus principios básicos.

Los partidos políticos, por ejemplo, incorporan más argumentaciones electorales vinculadas a la economía en su discurso, en sus ideas fuerza. En la mayoría de los casos lo practican con una timidez y falta de rigor intelectual impropia, pero la ciudadanía empieza a diferenciar modelos económicos liberales o socialdemócratas y, más recientemente, hasta distinguen las economías planificadas.

Cuando los líderes se dirigen hoy a los votantes están obligados de manera forzosa a pronunciarse sobre políticas fiscales, de financiación de los servicios públicos, de endeudamiento y déficit, de pactos de rentas, de competitividad, de previsión, ahorro, globalización, finanzas, crecimiento económico, generación de empleo, promoción y estrategia industrial, distribución de la riqueza, evasión y elusión fiscal… Todos esos conceptos se han incorporado con naturalidad al lenguaje político general en esta etapa postcrisis, como antes lo fueron las libertades, los valores, las identidades o las referencias siempre vagas a los derechos de la ciudadanía.

La necesidad de saber discurre paralela a la ampliación generalizada de los conocimientos sobre la materia. No es mucho, de momento, pero sí es bueno y supone un (si se quiere microscópico) cambio en la sociedad.

Algo positivo nos tenía que aportar la puñetera crisis, ¿no?